(Francisco Assisi; Asís, actual Italia, 1182-id., 1226) Fundador de la orden franciscana. Hijo de un rico mercader llamado Pietro di Bernardone, Francisco de Asís era un joven mundano de cierto renombre en su ciudad.
En 1202 fue encarcelado por unos meses a causa de su participación en un altercado entre las ciudades de Asís y Perugia. Tras este lance, aquejado por una enfermedad e insatisfecho con el tipo de vida que llevaba, decidió entregarse al apostolado y servir a los pobres. En 1206 renunció públicamente a los bienes de su padre y vivió a partir de entonces como un ermitaño.

San Francisco de Asís (Óleo de El Greco)
San Francisco de Asís predicó la pobreza como un valor y propuso un modo de vida sencillo basado en los ideales de los Evangelios. El papa Inocencio III aprobó su modelo de vida religiosa, le concedió permiso para predicar y lo ordenó diácono. Con el tiempo, el número de sus adeptos fue aumentando y Francisco comenzó a formar una orden religiosa, la de los franciscanos. Además, con la colaboración de santa Clara, fundó la rama femenina de su orden, que recibió el nombre de clarisas.
LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO A CRISTO
Génesis de un encuentro
por Pierre B. Beguin, o.f.m.
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No se trata de rehacer, en el marco de este artículo, la historia de la conversión de san Francisco que, por lo demás, puede encontrarse en todas sus biografías. Nos proponemos sencillamente extraer sus líneas directrices y determinar su desenlace concreto. Éste fue, en efecto, el punto de arranque de la nueva «forma de vida» legada por Francisco a los que quisieran beneficiarse de su propia experiencia espiritual. Como base de nuestro estudio tomaremos, por supuesto, las fuentes franciscanas contemporáneas de Francisco. Él mismo, en su Testamento, nos habla de su conversión: si bien es muy discreto al referirse a los acontecimientos que la ocasionaron, nos habla de buen grado de su evolución espiritual y de la «forma de vida» que de ella se derivó. A su testimonio añadiremos el de los hermanos que lo conocieron más de cerca y cuyas informaciones se recogieron en la compilación llamada Leyenda de los tres compañeros (TC). Redactada en 1246-1247, veinte años después de la muerte de Francisco, su autor tuvo en las manos los escritos recogidos por orden del Capítulo General de Génova (1244), entre otros, las «Memorias» de los hermanos Bernardo y Gil, que conservamos todavía (el Anónimo de Perusa), los de los hermanos León, Rufino y Ángel, desgraciadamente perdidos después, y otros testimonios autenticados por estos tres hermanos. Además, en la primera parte de su obra, la intención del compilador es manifiestamente completar y, a veces, corregir la biografía oficial de Francisco, la Primera Vida de Celano, demasiado poco documentada y bastante poco realista respecto a los veinticinco primeros años de la vida de su héroe. Por otra parte, una comparación atenta de las relaciones entre la Leyenda y las fuentes que de ella conocemos viene a garantizarnos la escrupulosa fidelidad de su autor a las informaciones que posee. Celano mismo utilizará esta obra cuando se le pida una nueva elaboración, corregida y aumentada, de su biografía. Tomando como punto de partida la personalidad del joven Francisco, expondremos brevemente la dinámica de su conversión, para esclarecer finalmente el desenlace de la misma. Veremos así que esta «conversión a Cristo», como la llamaba Francisco mismo (LP 106), fijó para él y para nosotros los rasgos destacados del Cristo «vivo y verdadero», sobre los cuales quiso modelar la «forma de vida» que nos ha dejado. ¡Que esta «génesis de un encuentro» pueda contribuir a una fructuosa revitalización de nuestros propios encuentros con el Señor!
I. LA PERSONALIDAD DE FRANCISCO Tampoco aquí se trata de presentar un estudio exhaustivo de la personalidad de Francisco. Nos contentaremos con señalar ciertas características fundamentales que reagrupan los elementos suministrados por las fuentes sobre lo que fue Francisco en su juventud. No sería difícil, por otra parte, probar que él siguió siendo el mismo después de cumplir sus veinticinco años, y esto incluso en los defectos de sus cualidades. Pero esto sería el objeto de otro estudio, y muy atractivo por cierto. 1. Una personalidad muy fuerte Esto llama la atención desde un principio. En cualquier circunstancia, Francisco está siempre seguro de sí mismo. La primera «palabra» suya que nos ha conservado la Leyenda (TC 4) es su réplica a un compañero de cautividad en los calabozos de Perusa. Intérprete de la opinión general, éste le reprochaba su jovialidad y le trataba de cabeza de chorlito. «¿Por quién me tomáis? -replicó Francisco de inmediato-. Día llegará en que seré honrado en el mundo entero». Su segunda palabra también testimonia la misma jactancia: «Sé que he de llegar a ser un gran príncipe» (TC 5). Y para llegar a este alto rango, él, simple hijo de burgués, no duda en pretender el título de caballero. Francisco es resueltamente no-conformista. No sigue la moda ni la opinión ajena, sino que las crea, tanto por sus extravagancias en el vestir (TC 2) como por su negativa a plegarse al parecer de otros: en la prisión de Perusa, una vez más, Francisco fue el único, contra todos los demás, que se negó a hacerle el vacío a uno de los caballeros, y siguió tratándolo como a un amigo e invitó a los otros a que hicieran como él (TC 4). Sin duda, lo consiguió, pues siempre se le ve imponerse. Se impone al grupo de compañeros que lo rodean y lo imitan (TC 2), y forman su cortejo cuando, altivo y dominador, marcha por las plazas de Asís (1 Cel 2). Y se impone también a sus padres, que «le tenían mucho cariño, no querían disgustarlo y le consentían tales demasías» (TC 2). Más tarde, con su insistencia y su obsesión, conseguirá que el capellán de San Damián acceda a hospedarlo (TC 16). Durante el largo proceso de su conversión (1203-1208), «a nadie manifestaba su secreto, ni se valía en todo esto de otro consejo que el de sólo Dios... y, a veces, del que pudiera darle el obispo de Asís» (TC 10). Cuando luego tenga la responsabilidad de dirigir a los hermanos, Francisco mismo nos dirá: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). «Tenaz en el propósito, firme en la virtud, perseverante en la gracia, el mismo en todo» (1 Cel 83). La oposición no hace más que reforzarlo en su resolución (TC 11): ni las persecuciones de su padre ni los cariñosos reproches de su madre consiguen «hacerle mudar de propósito» (TC 18), como tampoco consiguen hacerle «claudicar ni titubear» los malos tratos que recibe de parte de sus antiguos amigos o de sus conciudadanos (TC 17). Así, tal cual, permanecerá durante toda su vida. Es evidente que hay que responder afirmativamente a la pregunta y sospecha de F. De Beer: «¿Tendría, pues, Francisco un carácter autoritario, incluso dictatorial? No está descartado, porque no sólo aparece como un ser de acusada personalidad, sino también como quien impone a los otros sus propios caprichos». 2. Un extrovertido En el sentido etimológico de la palabra, Francisco es un hombre «vuelto hacia el exterior». Todo al contrario de aquel que permanece «encerrado en sí mismo», Francisco está abierto a los otros y al mundo. Tiene naturalmente necesidad de compartir, de estar en comunión con el otro y con todo. Tiene el don de la «simpatía», de «sentir-con» el otro y, consiguientemente, de ir hacia él. Hacia aquellos caballeros de los que quiere ser émulo: por ejemplo, hacia aquel a quien sus iguales hacen el vacío en los calabozos de Perusa (TC 4), o hacia aquel que tan triste figura hacía con su indumentaria, en vísperas de partir para la Pulla (TC 6). Esta «simpatía», como es manifiesto, muy de buen grado se dirige hacia aquellos que sufren. Se hace «conmiseración», muy especialmente para con los pobres: ella lleva a Francisco a «ponerse en su lugar», literalmente, hasta el punto de hacerse mendigo con ellos en el atrio de San Pedro (TC 10). Pero su simpatía es universal: «Era como naturalmente cortés en modales y palabras» (TC 3). Ama la vida, la vida a lo grande, y se complace en ella. «Alegre», «generoso, incluso pródigo», «dado a juegos y cantares», «locamente vanidoso», son algunos de los calificativos repetidos con frecuencia por nuestro compilador, que nos presenta a Francisco «de ronda noche y día por las calles de Asís escoltado por un grupo de compañeros» (TC 2). En una palabra, Francisco es un hombre que necesita prodigarse, o mejor, darse. Darse a las grandes causas, como la de su ciudad en guerra contra Perusa. A un ideal, como el de la caballería, en la que pretendía ser admitido para hacer en ella una carrera de príncipe. Pronto lo veremos a la búsqueda de «su Señor», y toda su vida no será más que el don de sí mismo a ese Señor, una vez que lo haya encontrado. 3. Un hombre de acción Francisco es ciertamente un idealista, pero no un soñador. El atractivo del ideal pone de inmediato en acción todas sus energías. Se lanza a la acción para conseguir cuanto antes el objetivo que se propone, trátese de la gloria de la caballería o del vasallaje respecto de Cristo. «Se levanta», «se pone a...», «inmediatamente», «al momento», «sin tardanza», son también expresiones repetidas con frecuencia para caracterizarlo. En su diálogo con el desconocido que le habla en sueños en Espoleto, espontáneamente Francisco desciende a lo concreto: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Y, «apenas amaneció», obedeció y «se volvió a Asís a toda prisa» (TC 6). A la orden que le da Cristo de «reparar su casa», contesta inmediatamente: «De muy buena gana lo haré, Señor» (TC 13). Y al instante «se levanta» y toma sus disposiciones para emprender la restauración de la capilla (TC 16). Durante su comparecencia ante el tribunal episcopal, no se para en barras ni se contenta con devolver el dinero a su padre: le devuelve incluso sus vestidos (TC 20). Apenas escuchado y entendido el evangelio de la misa de san Matías, «al momento» pone en práctica lo que acaba de aprender y comienza «sin demora» su misión apostólica (TC 25-26). La noche en que Bernardo le consulta sobre el proyecto que tiene para seguirle, Francisco resuelve sin titubear: «Mañana muy temprano iremos a la iglesia y conoceremos por el libro de los evangelios lo que el Señor enseñó a sus discípulos» (TC 28). Y, hallado el texto, ordena inmediatamente a Bernardo y a Pedro: «Hermanos... Id, pues, y obrad como habéis escuchado» (TC 29). Esa será siempre su pedagogía para con sus hermanos, y él mismo la plasmará en dos fórmulas impresionantes: Mortal es el saber al que no sigue el bien obrar (cf. Adm 7); y: «Tanto sabe el hombre, cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP 105). 4. Un hombre de reflexión Francisco era «enérgico y eficaz en la acción», pero también «prudente en la reflexión» (cf. 1 Cel 83). «De sutil ingenio», su fogosidad natural no le impedía la deliberación. «Entra en sí mismo», «se pone a pensar», son igualmente expresiones frecuentes del recopilador. Sigue en esto al Anónimo de Perusa, el cual se complace en corregir respecto a este punto el retrato de juventud de un Francisco impulsivo y desordenado que nos había dejado Celano (cf. 1 Cel 4-5; AP 5 y TC 5). Por haber rechazado a un pobre que le pedía limosna «por amor de Dios», Francisco se sintió movido a entrar dentro de sí mismo y a reconvenirse por su acción, tras de lo cual tomó la decisión de extender a los desgraciados la liberalidad y cortesía que solía tener con los grandes (TC 3). Después del sueño de las armas, Francisco «vuelve y revuelve el asunto en su mente» buscando el sentido que debe darle (AP 5); el sueño de Espoleto, por su parte, lo sumergió en una reflexión tan profunda «que aquella noche no pudo reconciliar el sueño» (TC 6). En el tiempo en que trabajaba como albañil en la reparación de San Damián, «se detuvo a reflexionar» sobre el trato privilegiado que le dispensaba el sacerdote, y se dirigió a sí mismo todo un sermón: la consecuencia fue mendigar en adelante él mismo su comida (TC 22). Poco familiarizado todavía con la Escritura, se hizo explicar por el mismo sacerdote el evangelio escuchado en la misa, para «comprenderlo mejor» antes de conformar a él su vida (TC 25). Consultado él mismo, a su vez, por Bernardo «sobre el mejor modo de disponer de sus bienes», Francisco le contestó que era al Señor a quien había que consultar, y que irían juntos a buscar su respuesta en el Evangelio (TC 28). Todo esto nos prueba bien que el acero de su voluntad estaba templado en la reflexión. Impulsivo por temperamento, Francisco aprendió, a lo largo del duro noviciado de su conversión, a desconfiar de su primer impulso (cf. TC 17) y a buscar la inspiración divina en la oración y en la reflexión (TC 10, 12, 13, 16). Estos rasgos fundamentales de la personalidad de Francisco están ya presentes en el retrato con el que el autor de la Leyenda de los tres compañeros abre su relato (TC 2-3). Vamos a ver que Dios hace «de estas virtudes naturales» como «peldaños» para elevar al joven hasta Él (TC 3).
II. LA DINÁMICA DE LA CONVERSIÓN Como siempre, Dios es quien toma la iniciativa (TC 4-7). Copiando de Celano su retórica y sus citas escriturísticas diremos que fue Él quien «puso freno en la boca» de Francisco, quien «cerró de zarzas su camino y alzó un muro» (1 Cel 2-3; cf. Os 2,8). Comienza entonces un largo cambio total (TC 8-13) que llevará al joven a descubrir a su verdadero Maestro (TC 13-15), sus exigencias progresivas y liberadoras (TC 16-24), y, finalmente, la propia vocación (TC 25-26). Se convertirá así en el promotor de una nueva «forma de vida» religiosa «según la forma del santo Evangelio» (TC 28-29). 1. El camino cortado (TC 4-8) El joven Francisco estaba «ansioso de gloria», y Dios se sirvió de esa inclinación natural suya para atraerlo y hacerlo pasar de la sed de vanagloria a la ambición de la verdadera gloria (TC 5). Sin duda alguna, Francisco tomó parte en las luchas de Asís por conquistar sus libertades comunales (1198), y, más tarde, en las de la burguesía por asegurar su preponderancia en la ciudad (1200). En los dos casos Francisco compartió sus triunfos. Pero su primer alistamiento militar, en la guerra entre Asís y Perusa, se saldó con un fracaso estrepitoso y un año de prisión en manos del enemigo (TC 4). Si bien salió de ello mortificado en su orgullo patriótico, aquella prolongada camaradería con los caballeros, cuya prisión compartía, no pudo sino halagar su amor propio y exacerbar su sed de grandezas. Vuelto a su casa, el sueño de un castillo lleno de armas, prometido «a él y a sus caballeros», lo confirma en su ambición de hacerse admitir en la nobleza. Lleno de entusiasmo y de confianza en «un porvenir principesco», cuya pompa adopta por adelantado, emprende viaje hacia la Pulla. Pero, en Espoleto, a unos veinte kilómetros de Asís, un segundo sueño echa por tierra todo su proyecto: el «señor», a cuyo servicio quería entrar para convertirse en caballero, no era quien él pensaba, pues había interpretado mal su primer sueño. Trastornado pero dócil, Francisco da marcha atrás en dirección a la casa paterna (TC 5-6). «Señor, ¿qué quieres que haga?» Es sin duda la primera vez que Francisco cuenta con alguien otro. Hay en ello un notable cambio interior que hace nacer en él el «deseo de conformarse a la voluntad divina» (TC 6). No por ello deja de volver a su vida alegre de antes. Hará falta una tercera intervención divina para arrancarlo de ella: después de una opípara merienda, de la que él había sido el anfitrión y rey, pero de la que no había sacado sino melancolía, Francisco sintió súbitamente la visita de Dios bajo la forma de una dulzura enajenadora (TC 7). La novedad e intensidad de esta experiencia de Dios provoca en Francisco una profunda necesidad de interiorización. «Sus amigos, atemorizados, lo contemplan como hombre cambiado en otro» (TC 7). Progresivamente va retirándose Francisco del bullicio del mundo y trata de reencontrar en el fondo de sí mismo al Señor que se la ha manifestado de manera tan inefable. A su búsqueda, Dios responde con visitas cada vez más frecuentes, cuya dulzura da a Francisco el gusto por esos encuentros y, literalmente, «lo arrastra» a una vida de oración (TC 8). Entonces se abre para él el camino de la «conversión», que lo llevará a descubrir «la verdadera vida religiosa que abrazó» más tarde (TC 7). 2. El progresivo cambio total (TC 8-13) A partir de ese momento, «Francisco comienza a...». Ocho veces se repite esta expresión en la pluma de nuestro recopilador, siempre a propósito de la conversión del joven Francisco, para no aparecer más a continuación (1). De nuevo aquí la generosidad natural de Francisco le abre el camino hacia Dios. Se acrecienta su liberalidad para con los pobres y su conmiseración por ellos: la frecuentación de éstos sustituye la de los amigos frívolos de ayer (TC 9). Y, poco a poco, su amor a los pobres se transforma en amor a la pobreza misma. Es una especie de llamada, como un camino que se abre ante él, y su oración toma un rumbo más preciso: «Comenzó a pedir al Señor que se dignara dirigir sus pasos» (TC 10). La respuesta del Señor no se hace esperar. Invita a Francisco a una inversión total de su escala de valores: «Francisco, si quieres conocer mi voluntad, es necesario que todo lo que, como hombre carnal, has amado y has deseado tener, lo desprecies y aborrezcas. Y después que empieces a probar esto, aquello que hasta el presente te parecía suave y deleitable, se convertirá para ti en insoportable y amargo, y en aquello que antes te causaba horror, experimentarás gran dulzura y suavidad inmensa» (TC 11). Algunos días más tarde, el Señor lo pone entre la espada y la pared: es el encuentro inesperado con un leproso, en que Francisco, por primera vez, supera la aversión que él creía invencible. «Desde entonces empezó a despreciar más y más» al joven presumido que había sido: llegó a ser tan familiar y amigo de los leprosos, que moraba entre ellos y los servía humildemente, y aquí experimentó la veracidad de la promesa del Señor (TC 11). Esta experiencia concreta de la intervención divina que lo «llevó entre los leprosos» (Test 2), tuvo como resultado intensificar aún más su vida de oración y su necesidad de soledad para dialogar con Dios. En las luchas que tuvo que sostener para perseverar en el camino emprendido, su súplica se hizo más insistente «para que Dios se dignara encaminar sus pasos» y él pudiera seguir la ruta que Él le marcara (TC 12). Luchando entre un pasado que llora y un futuro incierto, Francisco, sin embargo, «siente arder en su interior el fuego divino»: esta vez está realmente «transformado en otro hombre» (TC 12). A su oración angustiada, de nuevo el Señor le responde dándole serenidad y alegría: muy pronto sabrá Francisco lo que tiene que hacer (TC 13) para realizar finalmente su «deseo de conformarse a la voluntad divina» (TC 6). El rizo queda rizado, el cambio total consumado. El autor de la Leyenda se cuida de advertírnoslo, remitiéndonos a los preliminares de la conversión: al sueño de Espoleto, que provocó esta aspiración del joven Francisco, y a la última velada festiva, que vino a confirmársela (TC 13). 3. Francisco descubre a «su Señor» (TC 13-15) Hasta aquí, tanto en los sueños como en la oración, ha sido un desconocido, una voz, una inspiración interior, el que ha guiado a Francisco. Éste ha hecho la experiencia de la presencia de Dios, pero no lo ha visto. ¿Cómo, por otra parte, lo podría? Sin embargo, Dios se le va a «revelar» bajo los rasgos humanos que tomó al encarnarse en Jesucristo. Ese Dios que le hablaba, que «dirigía ya sus pasos» (TC 10), tendrá en adelante un rostro: el del Crucifijo de San Damián, que se anima y habla a Francisco. El «Señor» de quien Francisco aspiraba a ser vasallo y leal, será en adelante Cristo, y Cristo crucificado (2). Esta revelación fue para él una iluminación que lo llenó de gozo: tuvo la íntima convicción de «que había sido Cristo crucificado el que le había hablado» y le había confiado, por fin, una tarea concreta que cumplir en su servicio (TC 13). Pero el joven descubre todavía más. Ese ideal que quiere alcanzar, ese «deseo de conformarse a la voluntad divina», ese «otro hombre» que debe llegar a ser, toman también un rostro, y es el de «su Señor» (TC 14), el de Jesús crucificado (3). Esto también es capital, y el autor de la Leyenda insiste en ello: rompiendo, por una vez, el orden cronológico al que se atiene, introduce aquí una larga digresión sobre las consecuencias prácticas que este descubrimiento de Cristo crucificado tendrá en la óptica y en la vida de san Francisco (TC 14-15). Y la concluye, además, excusándose de ello, por la importancia del tema tratado: «Hemos dicho incidentalmente estas cosas... para demostrar que, desde la visión y alocución de la imagen del crucifijo, Francisco fue, hasta su muerte, imitador de la pasión de Cristo» (TC 15). 4. La ruptura con el mundo (TC 16-18) Al mandato de Cristo, Francisco responde inmediatamente: se procura en Foligno el dinero necesario para la reparación de la capilla y se pone a residir en San Damián, sin ni siquiera advertir de ello a su familia. Este doble paso provoca la ira de su padre, deseoso de recuperar a la vez su hijo y su dinero. Es el comienzo para Francisco de una larga crisis interior. No armado todavía solemnemente, «el novel caballero de Cristo» no se arriesga a reaparecer ante sus parientes ni ante sus conciudadanos: se refugia en una cueva oculta durante todo un mes, y allí vela sus armas en oración y ayuno. Pide al Señor que le dé fuerzas para «cumplir sus piadosos designios» (TC 16), y se anima a sí mismo recordando «la inefable alegría y la maravillosa claridad» recibidas del Crucificado (TC 17). Finalmente, Francisco pasa del miedo a la seguridad y vuelve en plena luz a Asís. Allí afronta las burlas y los malos tratos de sus conocidos, la ira y las represalias de su padre, los cariñosos reproches de su madre. Liberado por ella tras muchos días de reclusión en la casa paterna, vuelve inmediatamente a San Damián liberior et magnanimior, «con más independencia y magnanimidad» por la prueba de la que acaba de triunfar (TC 17-18). 5. La total libertad «al servicio de Cristo» (TC 19-20) Francisco va a dar muy pronto pruebas de esta nueva libertad. Emplazado, a requerimiento de su padre, ante el tribunal del común, rechaza su competencia: «Se ha puesto al servicio de Dios y ha quedado emancipado de la jurisdicción civil» (TC 19). Citado entonces ante el tribunal episcopal, Francisco renuncia a toda prerrogativa o derecho de familia y reivindica en cambio su emancipación de la tutela paterna: «De ahora en adelante diré "Padre nuestro, que estás en los cielos", y ya no "padre mío Pedro Bernardone"» (TC 20). La crisis está resuelta, la ruptura consumada. El obispo de Asís no puede menos que admirar «el fervor y constancia» del joven Francisco (TC 20). 6. «El compromiso incondicional» (TC 21-24) De este fervor y constancia, la Leyenda nos da ahora varios ejemplos. La vida del nuevo convertido estará toda entera «consagrada incondicionalmente al servicio de Dios» (TC 21). Francisco pregona su ruptura con el mundo adoptando «un hábito a manera de ermitaño». Luego, gozoso y ferviente y como ebrio de espíritu, se pone a reparar la casa de su Señor. Sin tener una gorda, canta las alabanzas del Señor y pide en recompensa piedras que él «transporta sobre sus hombros» a San Damián (TC 21). Convertido en pedigüeño por fuerza de las circunstancias, está resuelto, además, a vivir auténticamente la condición de los miserables: rechaza la mesa del capellán y va a mendigar de puerta en puerta una comida que no tiene nombre (TC 22). Puede decirse que oficialmente se hace adoptar por la familia de los pordioseros al tomar como padre a un viejo mendigo, quien, con sus bendiciones, conjurará las maldiciones paternas (TC 23). Nada consigue minar su constancia. Tiritando de frío bajo su pobre hábito, vende, sin embargo, «muy caro este sudor a su Señor» (TC 23). Por el honor de su servicio, se obliga a triunfar de las inevitables manifestaciones del amor propio (TC 24). Y en esta condición de pobreza, en la práctica de la mendicidad, en ese total «desprecio de sí mismo» (TC 21), es como finalmente Francisco, «con la gracia de Dios, consigue la victoria total sobre sí mismo» (TC 11). El largo trabajo de su conversión ha llegado a su término: el Señor puede ahora confiarle la verdadera tarea a que lo había destinado. 7. La revelación de su verdadera vocación (TC 25-26) Cristo habla de nuevo a Francisco. Ya no necesita mostrarle su rostro, sino hacerle escuchar su Palabra por el Evangelio. Asistiendo a la misa de san Matías, Francisco se siente interpelado por el evangelio del día, el de la misión de los discípulos (Mt 10,5-15). Hace que el capellán se lo explique, y descubre en él una llamada personal de Cristo que le revela su verdadera vocación y misión. Inmediatamente pone en práctica las consignas dadas por Jesús: se hace un nuevo hábito, reducido a una sola túnica más pobre todavía, se ciñe con una cuerda, desecha el calzado y bastón de ermitaño, y, sin alforja, bolsa ni dinero, marcha a anunciar a todos la llegada del Reino por la conversión de los corazones (TC 25). A todo el que encuentra le dirige «el saludo que le reveló el Señor» (Test 23) en este evangelio del 24 de febrero de 1208. Por todas partes «anuncia la paz, predica la salvación» y lleva a Cristo a aquellos que estaban alejados de Él (TC 26). Así es como «empezó, por impulso divino, a anunciar la perfección del Evangelio y a predicar en público con sencillez la penitencia» (TC 25). 8. La fundación de la Fraternidad (TC 27-29) Estos tres últimos párrafos (27, 28 y 29) son como el epílogo y corolario de la conversión de Francisco. La irradiación de su predicación y de su vida le atrae pronto los dos primeros compañeros (TC 27-28). Y Francisco los lleva a Cristo, vivo y que habla en el Evangelio, yendo con ellos a una iglesia para pedirle «que les manifieste lo que deben hacer». Piden a un sacerdote (AP 10) que les enseñe los textos evangélicos sobre «la renuncia al mundo», e inmediatamente los adoptan como «forma de vida y regla para ellos y para todos los que quieran unirse a ellos» (TC 28-29). Como advierte con agudeza el autor de la Leyenda, esto no fue más que el resultado del largo trabajo de conversión operado por Dios en Francisco y «la confirmación ahora manifestada y comprobada divinamente de un proyecto y deseo concebido hacía tiempo» (TC 29). Para obedecer a las consignas de Jesús, Bernardo y Pedro vendieron todos sus bienes y distribuyeron su producto a los pobres, tomaron un hábito parecido al de Francisco y «desde entonces vivieron unidos según la forma del santo Evangelio que el Señor les había manifestado». «Por eso -concluye la Leyenda-, el bienaventurado Francisco escribió en su Testamento: El Señor mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (TC 29). * * * Adviértanse, en esta larga evolución interior que lleva a Francisco a su «conversión a Cristo» y al descubrimiento de su verdadera vocación, los dos polos hacia los que convergen los diferentes elementos de la narración. Antes de la ruptura definitiva de Francisco con el mundo (TC 19-20), el autor insiste principalmente en el esfuerzo de interiorización exigido por la conversión, y muy especialmente en la intensificación creciente de la vida de oración (TC 10-13, 16-17). Anticipándose a la revelación en que Francisco descubrirá a «su Señor» (TC 13), desde el principio nos ofrece la llave que nos abre la inteligencia de su relato: en esta primera fase de su conversión, el joven Francisco «se afanaba por encontrar a Jesucristo en el fondo de sí mismo» (cf. TC 8). Después de su «salida del mundo» (Test 3), todos los rasgos relatados vienen a ilustrar la voluntad de pobreza y de minoridad del nuevo convertido (TC 21-25) y de sus primeros compañeros (TC 28-29). En esta segunda parte, el autor subraya igualmente el carácter apostólico de la vocación de Francisco (TC 25-26) y de los hermanos (TC 29), y su propósito muy firme de vivir juntos en fraternidad (TC 27-29). De este modo, reúne y presenta, desde el principio de su obra, las características fundamentales de la nueva «forma de vida evangélica» revelada por Cristo a Francisco, a cuya descripción va a consagrarse en adelante el autor, recordando la historia de la Fraternidad recién fundada (TC 30-67). III. «CONVERTIRSE A CRISTO» Según el hermano León, esta expresión sería del mismo san Francisco. Se la encuentra, en todo caso, en el Testamento de santa Clara (TestCl 9), y otras fuentes franciscanas la utilizan aquí y allá. Es de señalar que, salvo en san Buenaventura, se aplica siempre o bien a Francisco o bien a aquellos o aquellas que han abrazado su «forma de vida evangélica». Parece, pues, que caracteriza bien la andadura de quienes reconocen en Francisco a su «fundador» e inspirador «en el servicio de Cristo» (TestCl 7). Francisco, en efecto, se convirtió a una Persona, y no a una idea o a un sistema. Literal y decididamente, Francisco «se vuelve hacia» la Persona de Cristo cuando éste se le manifiesta en la capilla de San Damián: desde ese momento, Cristo se convierte realmente para él en «el camino, la verdad y la vida» (Adm 1,1; 1 R 22,40). Y esta orientación va a determinar toda su andadura espiritual, tal como él mismo la evoca al comienzo de su Testamento. Francisco, por supuesto, no escribe en él una autobiografía. Pero, en los trece primeros versículos de este documento, nos deja entrever su evolución espiritual, precisamente durante el período de su «conversión», en el que lo hemos acompañado siguiendo la Leyenda de los tres compañeros. ¿Qué nos dice de sí mismo en el Testamento? En cuanto a acontecimientos concretos, no mucho. Él sitúa el corte entre su «vida de pecados» y su «vida de penitencia» en el momento en que «el Señor lo condujo entre los leprosos» y en que se puso a su servicio (Test 1-2). En efecto, fue entonces, como lo señala la Leyenda refiriéndose explícitamente a este texto, cuando invirtió su escala de valores y cuando la amargura de antes se convirtió para él en «dulzura de alma e incluso de cuerpo» (Test 3; TC 11). «Poco después -añade Francisco-, salí del siglo». Sabemos que fue a continuación de su encuentro y diálogo con el Cristo de San Damián. Pero Francisco no dice nada de ello: celosamente «guarda en su corazón los secretos del Señor» (Adm 28,3). Este episodio se relatará, por primera vez, sólo en 1246, en la Leyenda de los tres compañeros, probablemente en base al testimonio del hermano León, confesor e íntimo del Santo, que podía entonces sentirse desligado de toda obligación de guardar discreción, puesto que el Capítulo General de Génova (1244) había ordenado a todos los que habían conocido a Francisco que revelaran lo que sabían de él. Francisco no nos habla más de su nueva vida «fuera del siglo». Pero, en compensación, descorre un velo sobre las implicaciones prácticas de este descubrimiento de «su Señor» en su andadura espiritual. No se vuelve hacia un personaje histórico del pasado, sino hacia el Cristo vivo, presente y que le habla, a él, Francisco, en esa mañana de otoño de 1205, en la capilla de San Damián. Más allá de la imagen del Crucificado, ante la que quiere que en adelante «luzca continuamente una lámpara» (TC 13), se encariña con la capilla misma, en la que desea que «luzca de continuo una lámpara» y para la que pide de limosna aceite (TC 24). ¿No la había llamado su Señor «su casa» y no se le había manifestado en ella? Naturalmente, esta fe de Francisco en el Cristo vivo y presente va más allá de la imagen que le ha hablado, y se centra en la presencia real y permanente de Jesús-Eucaristía en esta capilla atendida por un capellán residente. ¿Cristo, en efecto, no ha hecho de la Eucaristía «la manera de estar siempre con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo»? (Adm 1,22). En adelante, para Francisco, el «contacto» con Cristo vivo y verdadero pasará, de manera privilegiada, por la Eucaristía: «En este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre» (Test 10). Desde entonces, y muy naturalmente también, su fe en la Presencia eucarística desborda el humilde recinto de la capilla de la aparición: «El Señor me dio una tal fe en las iglesias, que oraba y decía sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5) (4). Pero, en el amanecer del 24 de febrero de 1208, Francisco hace una nueva experiencia de la presencia del «Señor vivo y verdadero» (Adm 16). Esta vez, Cristo lo interpela por medio de su Evangelio. Francisco descubre en él otro modo de presencia de «su Señor», un nuevo medio de «contacto» con Él, tan «directo» como su Presencia eucarística: «Nada, en efecto, tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del Altísimo mismo, sino el cuerpo y la sangre, los nombres y las palabras, por los que hemos sido hechos y redimidos de la muerte a la vida» (CtaCle 3). Por eso, los Nombres y las Palabras del Señor, escritos en el libro de los Evangelios, deben ser objeto de la misma veneración y del mismo diligente cuidado que la Eucaristía misma (2CtaF 11-13; Test 11-12). Para Francisco, Cristo, la Eucaristía, el Evangelio, es todo uno: es una misma y única Persona, siempre presente a mi lado, que sin cesar me habla y, de ese modo, me «crea» y me «redime» hoy. Esta fe en la Presencia «tangible» de su Señor en la Eucaristía y en el Evangelio suscita en Francisco la fe en su Presencia por la Iglesia, única depositaria de lo uno y de lo otro, guardiana y garante de esa Presencia tangible de Cristo en cada uno de nosotros. Como advierte Francisco, su fe en la Iglesia es la consecuencia lógica de su «fe en las iglesias» y en el Evangelio: «Después de esto, el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana, por su ordenación...; porque miro en ellos al Hijo de Dios y son (por tanto) mis señores. Y lo hago por este motivo: porque en este mundo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben (en el altar) y solos ellos administran a otros... Y también a todos los teólogos y a los que nos administran las santísimas Palabras divinas, debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida» (Test 6-13). La Iglesia visible se convierte así para Francisco en el lugar y en el intermediario obligados de su encuentro con Cristo vivo y verdadero. IV. CONCLUSIÓN Tales son los elementos que, en su «retorno al pasado» (Test 34), Francisco mismo nos suministra sobre el proceso y las implicaciones de su «conversión a Cristo». Su apego a la Persona de «su Señor» se expresó espontáneamente en su tierna y profunda devoción a la Eucaristía, en su voluntad inquebrantable de conformarse siempre al Evangelio y en su «fidelidad y sumisión a los prelados y a todos los clérigos de la santa Madre Iglesia» (TestS 5). Francisco menciona igualmente estos elementos a propósito de la vida de la Fraternidad primitiva, que él propone como ejemplo a la de 1226, «para que mejor guardemos católicamente la Regla que prometimos al Señor» (Test 34). «Cuando el Señor le dio hermanos», el Fundador les comunicó su propia fe y devoción a la Presencia «tangible» de Jesús en la Eucaristía: «Quiero que estos santísimos misterios sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (Test 11) (5). Les recuerda también que, como consecuencia de «la revelación del Altísimo mismo», deben «vivir según la forma del santo Evangelio», y que la Regla que les ha dado no es más que un «sencillo compendio» sancionado por la autoridad de la Iglesia romana (Test 14-15), a la que deben permanecer estrictamente sumisos (Test 31-34). Francisco, por lo demás, no hace aquí más que repetir abreviadamente lo que nunca ha dejado de inculcar a sus hermanos acerca de la fe de su propia experiencia. La vida de ellos debe ser una continua «conversión a Cristo», puesto que ella consiste esencialmente en «seguir su doctrina y sus huellas» (1 R 1,1), o dicho de otro modo, en «observar su santo Evangelio» (2 R 1,1). En efecto, «dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí» (Adm 1,1). En conclusión, como declara Francisco en su Testamento de 1219, «hemos de recurrir a Él como al pastor y guardián de nuestras almas, y atenernos firmemente a sus palabras, vida y doctrina, y a su santo Evangelio» (1 R 22,32 y 41). Y lo repetirá una vez más al poner el punto final a la Regla definitiva, subrayando que esta adhesión total al Cristo del Evangelio pasa necesariamente por la adhesión total a su Iglesia: sólo estando «siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia» podremos mantenernos «firmes en la fe católica» y en el afecto a la Persona de Cristo Jesús, es decir, podremos vivir auténticamente «la forma de vida evangélica» que Francisco nos ha legado y que él ha concretizado en «la práctica de la pobreza, de la humildad y del santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4). Sí, Francisco se «convirtió a Cristo», y su conversión sigue siendo el modelo de la nuestra. * * * * * Notas: 1) Cf. los títulos de los capítulos III, IV y VII, y los nn. 8, 10, 11, 21 y 25. El último pasaje (TC 25) nos muestra a Francisco cuando «empezó» a predicar, y ya sólo se encuentra el término coepit (comenzó), referido a Francisco, en una ampliación del pasaje antes citado: después de la aprobación de la Fraternidad por Inocencio III, Francisco «comenzó a predicar más y mejor» (TC 54). 2) No carece de interés el señalar que una versión más arcaica de la Leyenda, atestiguada por los manuscritos de Barcelona y de Sarnano, en lugar de «Cristo crucificado», menciona aquí «al Señor (o: Dios) estigmatizado», Dominum cum stigmatibus. 3) Como bien advierte J. de Schampheleer, esta devoción de Francisco a Cristo crucificado no es en modo alguno exclusiva ni supone «dolorismo» alguno ni masoquismo. Sin embargo, el amor loco que él concibe por «su Señor», lo llevará siempre a «la compasión de la Pasión de Cristo, el pobre y crucificado» (2 Cel 127 y 105), es decir, a «compartir con Él sus sufrimientos». Y la vida le procurará con frecuencia la ocasión de ello al «pobre Francisco»... 4) Adviértase, en esta oración, la conexión entre «las iglesias» y «la cruz». Ella atestigua que la fe de Francisco en las iglesias tiene realmente su origen en la capilla donde Cristo se le reveló. Y esta misma fe es la que él comunicará a sus primeros hermanos: «Cuando encontraban alguna iglesia o alguna cruz a la vera del camino», recitaban la oración de san Francisco, porque «creían y pensaban que allí habían dado con un lugar del Señor, y allí sentían su presencia» (AP 19). Estas últimas palabras traducen bien, a mi parecer, los sentimientos que experimentó Francisco por la capilla del Crucificado y que extendió luego a «todas las iglesias que hay en el mundo entero». 5) Francisco menciona igualmente que él y sus hermanos «muy gustosamente permanecían en las iglesias» e incluso «hacían de ellas su residencia» (manebamus: Test 18). Si estas menciones de la Eucaristía en el Testamento le parecen al lector bastante pobres, le remito a las amplias exhortaciones de Francisco a sus hermanos sobre la fe que deben tener en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía (Adm 1) y sobre la devoción que deben manifestarle a este sacramento (CtaO 11-37). Pierre B. Beguin, O.F.M., La conversión de Francisco a Cristo. Génesis de un encuentro, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, n. 42 (1985) 355-371. | . |
COYUNTURA Y CARISMA EN FRANCISCO DE ASÍS
por Marie-Dominique Chenu, o.p.
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De esta manera quedan superadas las biografías documentales, pietistas o románticas. Digamos, para aclararlo con una imagen gráfica, que Francisco no vivió en tiempo de Carlomagno o de Francisco I, sino muy concretamente en tiempo de san Luis. Este recurso al entorno terrestre ha sido tildado a veces de naturalismo. Tal crítica depende y es signo de una teología dualista de la naturaleza y de la gracia. Dicho aún más radicalmente, del desconocimiento del cristianismo como «economía en la historia». De hecho la renovación en el seno de la Iglesia, para común beneficio del teólogo y del historiador, se entrecruza con el citado método. En el Concilio Vaticano II, la Iglesia se ha definido, no ya como una ciudadela intemporal, sino como comprometida por su mismo ser en el mundo, y en el mundo de la historia: la Iglesia encuentra su lugar, su lugar constitucional, en el mundo y, para arraigarse en él, sale de sí misma, por así decir, a fin de encarnar en él la Palabra de Dios. Y es así, mediante su compromiso con un mundo en mutación, como comprendemos a Francisco, su carisma, su proyecto evangélico, sin detrimento alguno para la causalidad «sobrenatural», pues ésta se encarna, se expresa y se descubre en estas situaciones observables. He aquí brevemente cómo. Francisco de Asís nace, en cuerpo y alma, en inspiración y decisión, en el seno del gran movimiento evangélico que captó a la comunidad cristiana a lo largo del siglo XII y que llegó a su apogeo alrededor del año 1200. Historia secreta y turbulenta a la vez, cuya complejidad y accidentada trayectoria no deben disimular su intensa y lúcida unidad: el Evangelio tomado como la referencia absoluta, por encima de estructuras institucionales, por muy legítimas y necesarias que fuesen. Si la desviación de Pedro Valdo, veinte años antes de Francisco, pudo comprometer este elevado proyecto, el consentimiento de Inocencio III a los requerimientos de Francisco confiere fundamento y legitimidad a su compromiso radical. Conocido es el diálogo entre estos dos hombres, tan distintos en su espíritu y por su poder. Toda la historia, incluidas sus ambigüedades, arranca de ahí. ¿Qué coyuntura integra, implícita pero decididamente, el entorno del propósito de Francisco? Desde hacía varias décadas, el régimen feudal, bajo el cual el mundo y la Iglesia habían vivido benéficamente durante cuatro siglos, se encontraba en decadencia; su mismo triunfo lo entorpecía, lo hacía inoperante ante las necesidades, aspiraciones y problemas de una sociedad nueva. La contestación se generalizaba, llegando hasta la insurrección y el derrocamiento de los poderes establecidos... Poco a poco aparecieron los cuadros de esta sociedad nueva, los gremios profesionales, los comunes políticos, las comunidades culturales llamadas «universidades». En estos tres casos, el dinamismo y la creatividad no actuaban ya verticalmente, en el ámbito de la fidelidad sacral a las dependencias entre señores y vasallos o siervos, sino horizontalmente, en una solidaridad cuya toma de conciencia favorecía la promoción de personas libres en sus «comunidades». En los tres sectores, empezando por las relaciones de producción, el paternalismo cedía a una «fraternidad» igualitaria. Esta socialización de bienes y personas se implantaba con normalidad en las nuevas ciudades, en las cuales el mercado desencadenaba movimientos innovadores lejos de la estabilidad rural de los monasterios. Los progresos técnicos transformaban la vida diaria, innovaban la concepción del trabajo a la vez que las relaciones humanas; las profesiones podían convertirse en lugar de santificación, cuya perfección había estado condicionada hasta entonces por la «huida del mundo». Los «burgueses», en el sentido original de la palabra, formaban los cuadros y eran los animadores de la nueva sociedad; los siervos venían a la ciudad para conseguir la libertad y estaban aguijoneados por el deseo de abrirse a la cultura. A la «beneficencia» se sobreponían las exigencias de la justicia, con sus derechos y funciones. La palabra «nuevo» se pronunciaba en todas partes, sin excluir el campo de las artes y de la poesía religiosa. He aquí, pues, a Francisco; puede vérsele en cada uno de los puntos de nuestra evocación: hijo de un burgués de Asís, comprometido en los mercados de su padre, circulando por las ciudades, cantando la naturaleza no ya como un símbolo sino como una realidad carnal en honor del Señor, trovador de la alegría, reclutando a sus compañeros entre la generación joven, rehusando las jerarquías autoritarias, dando testimonio de la Palabra de Dios, anunciando la Buena Nueva. «¡El mundo era su celda y el océano su claustro!» (Mateo de París, contemporáneo suyo). Como dice inmejorablemente Tomás de Celano, él es el «hombre nuevo» (homo novus) y el franciscanismo una «santa novedad» (sancta novitas). En la iniciativa de estas situaciones y de estas decisiones, su carisma: la vuelta al Evangelio puro, cuyos axiomas primordiales son la fraternidad y la pobreza. Francisco recreó la palabra «hermano». Él es el «Poverello». Enraizad ahí vuestra lectura de la vida y de los escritos de Francisco y alimentad ahí vuestra meditación. Será siempre nueva... Pudo ser difícil institucionalizar en «una Orden» el carisma de Francisco. Pero ese carisma tiene valor perenne, y aún más hoy día, en una coyuntura análoga. [Selecciones de Franciscanismo, vol. X, n. 30 (1981) 412-414] |
SAN FRANCISCO Y SU ÉPOCA
por Agustín Gemelli, o.f.m.
| . | I.- Los tiempos que prepararon la época de San Francisco
La unidad y el universalismo medievales no han hallado todavía la completa expresión filosófica y artística que lograrán en el siglo siguiente con la gran síntesis de la escolástica, las grandes catedrales góticas y, finalmente, con La Divina Comedia. Con todo, unidad y universalismo medievales van perdiendo ya su trabazón política y religiosa. En efecto, a la muerte de Federico Barbarroja el Imperio es considerado más como enemigo que se ha de combatir que como autoridad digna de todo respeto; en Alemania se ve resquebrajado por los grandes feudatarios y las ciudades libres; en Italia, por los comunes. Por otra parte, si las doctrinas reinantes en las escuelas y entre las personas cultas son las de la Iglesia; si la Iglesia, después de la reforma de Gregorio VII, ha ido creciendo en fuerza disciplinaria y expansiva, en santidad y en autoridad; si ha tenido pontífices eminentes como sacerdotes y hasta como juristas y como políticos; si está a punto de alcanzar, con Inocencio III, uno de los momentos más brillantes de su historia, en la plebe germinan las herejías y se propagan con la rapidez prolífica del microbio. Entretanto, en Italia comienza a dibujarse un hecho nuevo. Entre las dos grandes potencias, la Iglesia y el Imperio, apoyada por los obispos y combatida por los feudatarios hace su aparición una tercera potencia: el común. Común significa núcleos de población que trabajan, producen, trafican, viajan, manejan el dinero y con el dinero el poder, y quieren gobernarse por sí mismos, aboliendo servidumbres feudales e injerencias de vasallos grandes y pequeños. Común significa concentramiento de colonos dispersos, lenta absorción de la plebe del campo en la urbana, substitución de la economía rústica por la monetaria, aumento de ferias y mercados, multiplicación de modestas empresas industriales y comerciales en las que se desenvuelve y perfecciona el artesanado al través de la especialización individual coordinada en los maestrazgos. Esta mudanza radical en el orden político y económico, que se trama aun dentro de la universalidad del Imperio, produce una vida harto más activa y móvil que la feudal, con exigencias de espíritu muy diferentes, que se manifiestan, entre otras cosas, en un hecho tan significativo como la difusión y empleo, aun para los actos oficiales, de la lengua romance. La transformación de una lengua es cosa tan importante, que no se verifica sin una mudanza profunda en la civilización: el idioma vulgar anuncia un pueblo nuevo. Este pueblo nuevo, constituido en común, hurtábase a la jerarquía feudal y, lo que es más, a la influencia benéfica de una de las mayores fuerzas de la Iglesia: el monacato. Desde que San Benito adaptó al Occidente latino la vida cenobítica, injertando en ella el principio del trabajo y de la moderación al ya practicado de la oración y de la austeridad, las abadías habían sido grandes centros de evangelización, de educación, de cultura en la edad bárbara y en la feudal. Junto a los castillos, y a menudo como un rival de su prepotencia, alzábase la abadía, que, con sus dependencias, formaba un villorrio de labriegos, bajo la dirección del abad y los monjes. Las abadías tenían sus bibliotecas y sus escuelas; emprendían el mejoramiento de vastas extensiones de terreno, desecaban pantanos, roturaban baldíos, y juntamente con la agricultura, el orden y el bienestar llevaban la cruz a parajes donde todavía eran adorados los ídolos. Por iniciativa de San Gregorio Magno los benedictinos resultaron los primeros misioneros; San Agustín de Cantorbery, con sus cuarenta monjes, convirtió a Inglaterra; San Bonifacio, a Alemania; San Adalberto, a Hungría y Bohemia. La Regla benedictina, amoldándose a los tiempos, produjo otras ramas ansiosas de renovación, como la cluniacense y la cisterciense en Francia, y la de los camaldulenses y valleumbrosianos en Italia. Por estas ramas vigorosas del tronco benedictino, que florecen en los siglos X y XI, fueron conquistadas para la Iglesia y la civilización zonas todavía bárbaras de Alemania, Escocia, Irlanda y Escandinavia. En los primeros decenios del siglo XII brilla entre los cisterciense un prócer que, obedeciendo órdenes de Roma, desampara el claustro y recorre los pueblos como reformador de conventos y misionero de Cruzadas, pero continuando, como en su celda, su vida de altísimo contemplativo: San Bernardo de Claraval. San Bernardo fue una excepción; en general, los monjes no salían de la clausura. Y ahora, en los primeros años del siglo XIII, su voz no puede llegar hasta aquellos ciudadanos de Italia que trabajan y sufren en los comunes, y a la jineta sobre mulos pasan los Alpes con sus piezas de paño, sus fardos de lana y las bolsas de sus monedas, recientemente acuñadas, flamantes caballeros de nuevas aventuras, formados en una actividad que es ya la nuestra, moderna. En vez de los monjes llegan del otro lado de los Alpes a este pueblo de burgenses los herejes: cátaros, patarenos y valdenses, diseminando sus principios de pretenso retorno a la vida evangélica, de pobreza, trabajo, comunismo y rebelión a la Iglesia. Se hacían escuchar, mezclándose con los artesanos, penetrando en los corrillos de comadres; daban principio a su arenga con un tema que a todos halagaba: las costumbres del clero; difamaban a los sacerdotes, a los obispos, a los monjes, a veces no sin algún fundamento, para venir a la conclusión de que ellos eran los pobres, los castos, los verdaderos secuaces de Cristo; explicaban el Evangelio al público en lengua vulgar, cuando en las iglesias se usaba el latín; algunos difundían ideas apocalípticas de un próximo Anticristo que encantaban a las muchedumbres, y todos, en fin, con el tema de la pobreza tocaban íntimos intereses que empezaban a dibujarse en aquella sociedad donde, si no los nobles y los siervos, se distinguían ya los maiores y los minores. Después de mediado el siglo XII estas voces proféticas se vigorizan por obra de Joaquín de Fiore, que predecía una tercera edad, edad del espíritu, edad de la purificación de la Iglesia. Aquellas doctrinas y estas obscuras profecías turbaban los ánimos, los cuales no se engolfaban en el trabajo de modo que olvidasen el problema de la eternidad, vivísimo en aquel siglo para el que la religión tenía un valor total. Entretanto, las fuerzas antiguas subsistían al lado de las nuevas; imperio, feudalismo, caballería eran todavía instituciones, no palabras; aun decayendo conservaban una grandeza propia, destinada a crecer en la imaginación y en el arte, al paso que se iba extinguiendo en la realidad, hasta que el recuerdo la convirtió en poesía. La caballería tuvo un ocaso heroico en las Cruzadas, las cuales, al paso que abrían un desagüe al viejo mundo feudal, ofrecían coeficientes ideales y económicos a la nueva sociedad. En efecto, de una parte el entusiasmo por las gestas heroicas, el valor personal, la belleza de la fe y la sed de aventuras en tierras lejanas reavivaron en los caballeros el entusiasmo por el rescate del Santo Sepulcro de manos de los infieles, mientras el ideal evangélico revivido en el país de Jesús fascinó a los verdaderos creyentes y de ellos pasó a las muchedumbres. Por otra parte, la escala en los puertos de Oriente y la facilitación de los intercambios comerciales mediante el conocimiento directo de los pueblos atrajeron a las repúblicas costeñas y a la burguesía que vivía del tráfico. Al través de esta complejidad de hechos la vida de los pueblos europeos, y especialmente de los italianos, los cuales si fueron los más tardíos en desligarse, formando nación, del mundo antiguo, son ahora los más precoces en asomarse con fisonomía propia al nuevo, se orienta cada vez más hacia la acción. El medievo feudal tiene, en cierto sentido, la stabilitas loci. El terruño ata, y la estabilidad tiende a la contemplación. El común, al contrario, es movimiento, y el movimiento, acción. De donde resultan dos estados de ánimo diferentes. Al primero había provisto la Iglesia con las grandes instituciones monásticas, domadoras de bárbaros, educadoras de caballeros y siervos de la gleba, consoladoras de opresores arrepentidos y de oprimidos; mas, a los nuevos burgenses, refractarios al latín, que se aburrían con los largos cantos litúrgicos, que ya no hallaban tiempo para subir en busca de paz a una materna abadía, que comenzaban a leer y escribir por su cuenta y para sus cuentas, ¿qué ofrecía la Iglesia? La obra de los sacerdotes, a veces óptima, a veces deficiente, no proveía a todo. Las herejías se infiltraban en las masas populares, señaladamente en el artesanado menudo de sutores, sartores y textores, que daban la máxima contribución a las sectas. A fines del siglo XII los pueblos cristianos sienten un doble apremio: uniformar la vida más estrechamente al Evangelio, avalorar cristianamente las nuevas formas de vida, en especial aquella que va a ser el distintivo de la civilización moderna: la acción. Y entonces el Señor envió a San Francisco. II.- El hombre Francisco En su carácter de hombre, Francisco, hijo de Pedro Bernardone, experimenta los contrastes del siglo, sin duda a fin de que, en su personalidad de santo, pueda traerlos a concordia, calmarlos y señalar el camino a las nuevas fuerzas. Su tiempo, entre el feudalismo y los comunes, entre el imperialismo medieval y el alborear de las naciones, entre la lengua sabia y la vulgar, entre la ascesis y la disolución, le comunica espíritu de jerarquía y nobleza de individualidad, sueños caballerescos y virtudes constructoras, deseo de renuncia y ardor de vida. Su padre le da la perspicacia, la actividad, la adaptabilidad del mercader; su madre, la sensibilidad, la grandeza de ánimo, la ambición aventurera del caballero. Este afluir a su sangre de burguesía y aristocracia le capacita para comprender las exigencias de todas las clases sociales. Su ingenio, potente y humilde, le habilita para penetrar en todas las almas y recoger su secreto. Por naturaleza tiene en sus fecundos contrastes el arrojo de los que intuyen y la tenacidad de los que realizan, la seguridad de los soberbios y la sumisión de los humildes, la ambición de subir y la necesidad de amar y ser amado, la sed de gloria y la sed de sacrificio. Le tira el amor, mas no el amor de los sentidos. Como en el panorama de Asís, sobre la aspereza de las montañas pedregosas se derrama una suavidad de colores que enternece hasta la melancolía, así en el mundo íntimo del joven Francisco, sobre la energía viril, que no sufre roncerías que desdoran, se nota la exuberancia y exquisitez del sentimiento, no las torturas de la sensualidad; el deseo de la belleza más que del placer, de la amistad más que del amor. De la misma Vita prima de Celano, que describe con tintas de pecado su juventud, fácilmente se colige no haber sido nunca la mujer para Francisco un tropiezo ni un peligro real, como lo fueron la ambición y el amor propio, contra los cuales, convertido, hubo de armar toda su voluntad. Es un limpio de corazón; por eso, cuando le salgan al encuentro dos mujeres dignas de su ideal, las mirará francamente para guiarlas por las dos vías que atraen, no sin contraste, su espíritu: por el apostolado de la reparación y de la adoración, a la virgen; por el de la plegaria y de la acción, a la viuda. Primero siente el atractivo seductor de la pompa mundana, mas pronto ha de sufrir el desencanto; vuélvese luego a las empresas militares y le ataja una voz sobrenatural que no destruye, sino que guía y transforma la índole natural de Francisco, para levantar en él el edificio de la Gracia. Cabe, pues, suponer que su índole, simpatizante con todas las criaturas, no era para darse a las armas, ni por oficio ni para conquistas. La pasión por el mundo caballeresco fue tal vez lo único que lo lanzó a la empresa de Apulia. ¿Qué otro resquicio quedaba abierto en el cielo de la gloria humana? ¿Las letras? No respondían a su férvida necesidad de acción. Entonces le venció en sus ambiciones el Rey de reyes, y en su desmesurada capacidad de amar prendóle el Crucifijo. Mientras vivió para el mundo, luchaban en él el caballero y el mercader; una vez resuelto a vivir para Dios, hermanáronse en él el solitario y el apóstol, el genio del caudillo y la dulzura del místico, la audacia de la conquista y la austeridad del renunciamiento, el amor de Dios y de las criaturas y el desapego de éstas, que le hacen singular entre los mismos santos. III.- San Francisco y los herejes Hasta los profanos saben que la virtud dominante de San Francisco es la pobreza; mas no hay que olvidar que su juventud la pasó en una región combatida por unos herejes que ponían la pobreza como principio fundamental de sus doctrinas y piedra de escándalo contra Roma. Milán y Lombardía primero, más tarde Umbría y las Marcas fueron centros de patarenos, y el Piamonte un foco valdense. Francisco conocía harto bien sus principios y costumbres; por tanto, la idea de renovar literalmente la vida evangélica no puede llamarse original de Francisco, bien que sea propiamente suya la profundidad de la inspiración y la prontitud de la ejecución. La idea se respiraba en el ambiente a fines del siglo XII, y un hombre o un grupo de hombres que la actuase no causaba estupor a los contemporáneos, como pasmaría a los modernos, más alejados cada día del ideal de la pobreza, cada día más hechos a capitular con la perfección evangélica, acomodándola a los tiempos, a las contingencias, a los individuos. Mas lo que distingue luego a San Francisco entre los herejes, y de un vuelo le levanta a mil leguas sobre las sectas, es su resuelta y total sumisión a la Iglesia católica. Todos los puntos asentados por los herejes en contraposición a Roma, San Francisco los recoge y resuelve en obediencia a Roma: aquéllos pretendían seguir el Evangelio a la letra; San Francisco quiere lo mismo, sino que acepta del Evangelio toda palabra, incluso las que se refieren a la autoridad de Pedro, de los Apóstoles y de sus sucesores; los herejes querían la predicación al pueblo en romance, y en romance, mas con permiso del Papa, predica San Francisco; aquéllos querían pobreza, castidad y trabajo, pero aforraban de soberbia la propia virtud, clamando contra la avaricia y relajación del clero, condenando a cuantos no vivían como ellos, sembrando odios; San Francisco, al contrario, se reputa el último de los hombres, besa la tierra donde pisa un sacerdote, por indigno que sea, porque es ministro de Dios; amonesta a los pecadores, ante todo, con el ejemplo y la penitencia; no exige de los otros la santidad; no condena a nadie, antes se acusa y corrige a sí mismo y lleva por doquiera la paz. Los herejes, de negación en negación, llegaban a dos extremos: abolición del patrimonio, comunismo sexual; San Francisco mira las criaturas con ojos limpidísimos, y las deja, pero sin renegar de ellas; inexorable consigo mismo, tiene para con los demás la indulgencia de la Iglesia, que es madre. Los herejes pretendían ser evangélicos y eran sectarios, con todos los defectos de orgullo, exclusivismo y rebelión propios de las sectas; Francisco era íntegra y verdaderamente evangélico, y, por lo mismo, católico, apostólico, romano. Su total adhesión a la Iglesia tiene dos raíces: una, sobrenatural, de fe, humildad y obediencia; la otra, natural. Respecto de la última conviene observar que San Francisco, como umbro, hereda en su índole los caracteres de la antigua religiosidad itálica junto con el amor al terruño, al trabajo, al orden, a la jerarquía, propio de los latinos y personificado en Virgilio; de este substrato natural de su piedad le nace, acaso, la necesidad del todo latina de la concretez y de la acción. IV.- El amor en San Francisco Hase dicho que la nota característica de San Francisco es el amor. Certísimo; San Francisco tiene una capacidad de amar superior al común no sólo de los hombres, sino también de los santos. Con todo, afirmar que el amor es su nota característica es decir poco, ya que no hay santo, como no hay Orden, que no ostente el mismo motivo fundamental del Cristianismo; lo que distingue a santo de santo, como a hombre de hombre (y en nada se revela tanto lo que vale un hombre como en el amor), es el modo de amar. El modo de amar de San Francisco es concretez y renuncia, que tiene su desarrollo en la acción y en la pobreza. Desde que en Espoleto el Gran Rey le da a entender que no existe más poderoso Señor; desde que en San Damián le enseña el Crucifijo que no hay en el mundo hombre que prometa sin engaños como Jesucristo (el cual promete a la vida terrena sólo su cruz y su paz), que por nosotros muera como Jesucristo, que se nos dé como Jesucristo, San Francisco ama a Jesús con amor único. Mas, como quiera que el amor, en un hombre como Francisco, es fuente de acción, al punto se pregunta: «¿Qué debo hacer?»; y respondiendo el Evangelio: «El que me ama, guarda mis mandamientos», no se arrima a un particular director de espíritu, no piensa en entrar en un monasterio, sino que en todas sus dudas abre el Evangelio, y el primer consejo que se le ofrece lo sigue «a la letra», como si para él solo fuera escrito. Merced a esta manera concreta de amar, la devoción de San Francisco se dirige a la humanidad del Hijo de Dios, allí donde sufre más y está más humillada: Belén, el Calvario, la Eucaristía. Tanto se engolfa en la hoguera de amor, que logra que lo sobrenatural se haga sensible; y, en efecto, en su cuerpo se imprimen, sello para él, signo de santidad para nosotros, las cinco llagas de Jesús. Por este modo concreto de amar acude al servicio de la Iglesia, seguro de que la Iglesia nace de Cristo y es su cuerpo místico. San Francisco es el hijo fidelísimo de la Iglesia romana; tiene la catolicidad por divisa de su amor para con Jesucristo, cabalmente porque esta catolicidad era el modo concreto de realizarlo; al revés de las sectas heréticas contemporáneas, las cuales, rebeldes al sucesor de Pedro, no aceptando íntegro el Evangelio y pretendiendo restaurarlo en el mundo, eran cabalmente la negación de este modo concreto de amor; el amor a Dios de los herejes era un amor que se esfumaba en fantástica aspiración hacia una divinidad y una voluntad divinas, cortadas al talle de su capricho. Hasta las manifestaciones del amor divino revelan en San Francisco un sentido de concretez. Y nótese que esta su concretez no es la del hombre de ciencia, sino la del artista; es decir, que su amor hace fermentar la fantasía creadora, y por eso sus plegarias se transforman en cantos y sus contemplaciones en escenas dramáticas como el Pesebre. Esta visión concreta del amor necesariamente viene a parar en la acción, o sea, en empresas reales, en obras de bondad para los que sufren, en Misiones para la conversión de los paganos. En la acción, como en una dinámica resultante, se funden todos los contrastes de la estupenda naturaleza de San Francisco de Asís. V.- Cómo amaba a Dios San Francisco Fácil es a todos comprender a San Francisco en su amor para con las criaturas; mas para comprender el secreto de su grandeza y de su potencia de palabra y de acción hay que penetrar más hondo: en su amor para con Dios. Fuera irreverencia en nosotros querer escudriñar por qué plugo a Dios hacer objeto de las divinas complacencias a este su hombrecillo, hasta el punto de favorecerle como le favoreció; con todo, algo puede rastrearse de ese misterio de amor divino si se considera la correspondencia inmediata y constante, la humildad sencilla y profunda, la delicadeza caballeresca con que amaba a Dios San Francisco. Medítense los comienzos de esta amistad divina. Fue en Asís, una noche estrellada. Por las calles, ásperas y estrechas, pasa una ronda juvenil cantando; sólitas canciones, sólita poesía de rondallas, más añeja que Homero; a las estrellas, río de diamantes sobre el apretado y negro caserío de los hombres, suben las voces de los jóvenes que preguntan por el amor. Las estrellas responden; pero uno solo, limpio de corazón, entiende su lenguaje; y mientras los demás prosiguen cantando, él se para en medio de la calle, absorto en la voz profunda que habla a su nostalgia. ¿Quién no ha tenido alguna vez en la juventud tales arrobamientos? Otro se detuviera un instante en aquel relámpago de lo infinito; luego, desperezándose y echando calle adelante, habría buscado el amor en las pupilas que atisban curiosas detrás de las ventanas entreabiertas. Francisco, no; se para, escucha, se pregunta turbado: «Pero ¿qué es esto?» Y el universo le responde: «Dios.» Desde aquel momento seguirá su voz con certeza absoluta, con prontitud instantánea, ora le mande, en San Damián, restaurar la iglesia; ora le llame, en la Porciúncula, a la predicación y a la pobreza; ora, en la Verna, le pida la total entrega de sí mismo para dársele a Sí mismo, sensiblemente, con los Estigmas. El amor que le derrite hace a San Francisco atento a recoger el paso del divino Espíritu, inmensamente agradecido a todos sus dones, humilde con una humildad sin límites, porque se sustenta con aquel amor que no desea otra cosa que anonadarse en el amado. La humildad no le quita la certeza de ser predilecto de Dios, ni el divino goce de este amor; pero despierta en su alma el temor de perderlo por culpa propia, y, por esto, con su inimitable ingenuidad dice al Señor: «Consérvamelo Tú, que yo soy un ladrón de tus tesoros.» Este gigante enamorado de Dios siente muy hondo el pudor de su amor, y lo recata de la curiosidad de los hombres, hasta recurrir, él, fidelísimo y candorosísimo, a menudas tretas para encubrir la Gracia; así, por ejemplo, con el crepúsculo se acuesta rumorosamente, porque lo sepan todos, y a medianoche se levanta quedito, para que nadie se percate; cuando torna de la oración con el rostro en llamas y el alma ausente, se esfuerza por hablar sereno y participar con los demás en los deberes comunes; cuando irresistiblemente lo embiste en público el amor de Dios, esconde la faz en la manga, para que no sea notado su arrobamiento. Mas entretanto cae el silencio en torno suyo, porque en él mora el Señor; Dios mismo es celoso de sus relaciones con la criatura amada: cuando el obispo de Asís se permite espiar al Santo orante en su celda, lo castiga, paralizándolo en el umbral, sin que pueda defenderlo su dignidad de obispo. VI.- Cómo oraba San Francisco Eso no obstante, la curiosidad del obispo Guido es la curiosidad y el ansia de todos los siglos. También nosotros quisiéramos alzar el velo del misterio de este hombre hecho oración y a quien ni el trato ni las cosas humanas logran distraer de su coloquio con Dios. San Francisco no escribió ni escribiera jamás un tratado de oración o del amor de Dios, pues habría creído profanar su tesoro, y porque, además, quien ama como él amaba, intuye y no razona, y quien razona sobre el amor y lo analiza, ya lo ha vencido, es decir, ya ha hecho del amor un hábito, un deber, un recuerdo. Las almas singulares que escribieron tratados sobre el amor de Dios eran de temple diverso del suyo, esto es, más razonadoras y complejas, y aun más intelectuales. En nuestro caso, las reglas, los consejos y las pocas oraciones que San Francisco ha dejado es lo único que nos da un hilo de su secreto. San Francisco es el Santo del Padrenuestro. Setenta y cinco veces al día lo prescribe a sus Hermanos legos sin letras; pero él no se harta de repetirlo; gusta su íntimo sabor, que la costumbre diluye o anula en las almas superficiales; hace de él su meditación y su arma; casi no admite que pueda orarse de otro modo. Una vez que Jesús dictó aquellas palabras, no le parece bueno trocarlas por las suyas, como estima necesario y óptimo anteponer la voluntad del Maestro al propio yo, orgulloso, inconstante, egoísta hasta en la plegaria. Además del Padrenuestro, ama y quiere la oración litúrgica, como impuesta por la Iglesia, que transmite la vida de Cristo en el tiempo; ama el rezo litúrgico por ser oración colectiva en el espíritu, aunque no lo sea en la concreta colectividad numérica, y porque Jesús prometió escuchar la oración en común. Quiere, para los que saben leer, el Oficio divino, y él mismo compone uno de la Pasión de Nuestro Señor; únicamente no siente la necesidad de salmodiarlo coralmente en la iglesia, como los monjes, que dedicaban con solemnidad al Opus Dei la mayor y mejor parte del día. En el trato con Dios, San Francisco respeta, más aún, admira el ceremonial, pero no se ata al ceremonial. Ama la oración, pero sin vincularla a un lugar, aunque sea la iglesia; doquiera le sorprenda la hora del Oficio divino, en una gruta, en una selva, por los caminos, al resistero, lloviendo o nevando, reza sus oraciones, más semejante en esto a los anacoretas que a los benedictinos; bien que, a diferencia de los anacoretas, no se santigua ni se tapa los oídos, cual si oyera al maligno, cuando una cigarra, un ruiseñor o una banda de gorriones canta con él; antes acompaña su rezo con sus gorjeos, porque gusta de interpretar y recoger todas las voces del universo y componer con ellas su himno a la Divinidad. La oración personal de San Francisco es, ante todo, alabanza y gratitud. Las más veces ni pide ni llora; canta como la alondra fija en el sol, repitiendo una sola nota, altísima: Dios. Dios es sabiduría, Dios es amor, Dios es felicidad. Engolfado en la divina inmensidad, invita al hacimiento de gracias a la Iglesia triunfante y militante, desde los Serafines hasta los niños en mantillas, desde los antiguos Profetas hasta los más humildes vivientes, y termina con un arranque que enloquece de divina pasión, como en el capítulo XXIII de la Regla primera. Luego vuelve a su canto de alondra con insistencia apasionada, con lirismo creciente, nunca enfático, porque gorjea siempre la misma nota: Dios es bueno, muy bueno; Dios es el bien, todo bien, el sumo bien, como si temiese que los hombres no lo van a creer, aunque hacen profesión de creerlo. Su fe en la bondad de Dios se comunica a los otros, porque es concreta, cual si hallase confirmación palpable en todo el universo, cual si Dios se le revelase sensiblemente y le ratificase que es la Bondad misma. Su oración presupone, amén de esta certeza metafísica de que Dios es el sumo bien, una humildad que se pierde en aquella bondad divina como la gota en el océano; humildad y reconocimiento se abisman en la alabanza y en la adoración, de donde salen transformados en alegría, ya que la alegría franciscana es, primeramente, olvido de sí mismo y de las propias cruces en la grandeza de Dios; después, goce y orgullo de poder sufrir con Jesucristo. Las oraciones dictadas o escritas por San Francisco sólo tienen el tono de la alabanza alegre y confiada, pero las que él elevaba en la soledad, entre lágrimas y gemidos, eran también examen de sí mismo en la presencia de Dios, roturas del corazón en el arrepentimiento, meditación de la vida y señaladamente de los dolores de Jesús, con los cuales se identifica de suerte que va por los caminos llorando e invitando a los hombres a llorar la Pasión del Señor. Y todo eso no es más que la expresión externa de la oración del Santo; su ascensión íntima a la contemplación, sus cuaresmas en la soledad, sus noches de lágrimas, sus horas de éxtasis, siguen siendo un secreto entre él y Dios. Y es Dios, no él, quien nos revela algo de la oración de San Francisco, con el milagro de los Estigmas. VII.- Los Estigmas La Verna señala la cumbre terrena de aquella vía de amor que San Francisco vislumbró en Asís una noche estrellada de su juventud; vía de sacrificios y embriagueces, de pobreza, de humillaciones, de ensalzamientos sobre la común experiencia. Mas, al encaminar los pasos a la cima solitaria, para celebrar la cuaresma de San Miguel, tan cara al Santo, ni siquiera le pasa por la imaginación el nuevo lance que Dios le reserva. Tan sólo pide, por suma honra, la cruz; y de cruz le habla el Evangelio, cuando le abre por tres veces, mientras con alegres trinos le dan la bienvenida las aves y le dicen, sus amiguitos alados, que esté tranquilo, porque la cruz no carecerá de gozo. Típica es la oración de San Francisco en los días que preceden al soberano don. Se olvida de sí y recomienda a todos sus hijos espirituales presentes y venideros. Es la oración de la caridad fraterna. Luego, tornando sobre sí mismo, anonádase en presencia del Eterno: «¿Quién sois Vos y quién soy yo?» Es la oración de la humildad. Mas del abismo de la humildad es arrebatado a la cúspide del amor y suplica: «Señor mío Jesucristo, dadme a sentir en alma y cuerpo el dolor que Vos padecisteis en vuestra Pasión acerbísima.» Y luego con osadía: «Sienta yo en mi corazón, cuanto posible fuere, aquel exceso de amor que en el vuestro, oh Hijo de Dios, ardía y os arrebató a padecer tamaños tormentos por nosotros pecadores.» Es la plegaria del amor castizo, que no busca el placer, sino la unión; no las alegrías del amado, sino los dolores: poder amar y padecer como Él durante su Pasión. No ha habido, tal vez, criatura humana alguna tan osada que pidiese lo mismo al Señor; y el Señor no se dejó vencer en generosidad. San Francisco alcanza lo que pide; en prueba sensible de haber sido escuchada su oración, tuvo la crucifixión mística, la cual no se ejecutó entre las paredes de una celda o de una iglesia, sino en la cima de un monte, como en la de un nuevo Calvario, entre los aromas de la selva desierta, en el silencio matinal, cuando el aire es más puro, las últimas estrellas más fúlgidas y la tierra parece renacer del seno de la noche. Nunca fue recibido mayor don con más humildad. El primer cuidado de San Francisco fue encubrir los Estigmas; y, si no lo consiguió con algunos íntimos, halló modo de guardar en público y esconder en las amplias mangas de la túnica sus llagadas manos. Con haber tenido la mayor experiencia de lo divino que jamás pudo hombre tener, no habló palabra de ella; sólo se vieron súbitamente sus efectos en el multiplicado amor a las criaturas. Que no fue vana la súplica de Francisco de amar como Jesucristo ama. El Cántico del Hermano Sol, revalorización sobrenatural de la belleza y bondad de esta tierra, hasta entonces sólo considerada valle de lágrimas, es el corolario de los Estigmas. Ello significa que el amor de Dios, penetrado con los clavos y la lanza misteriosos en la sangre de San Francisco, ilumina con nueva luz las criaturas, alejando de ellas la sombra de tentación y pecado que las encubría a la conciencia medieval. Con este amor trae San Francisco a los hombres la palabra de libertad y alegría, alegría y libertad verdaderamente tales, porque en Dios descansan. Y fue ésta la palabra más alta que se ha pronunciado después del Evangelio. Y bueno es añadir un detalle: que esa palabra, preparación de una espiritualidad nueva, de una concepción nueva de la vida, de un arte nuevo, fue dicha, no se olvide, en romance italiano. VIII.- La pobreza San Francisco aprendió de Nuestro Señor el secreto de amar a los hombres y las cosas. Tenía razón la Edad Media: el amor del prójimo y de las criaturas en general debe ser una virtud, mas puede ser también un peligro. Del primer ímpetu conquistó San Francisco la virtud, arrojándose al amor de cuanto le repugnaba: leprosos, andrajosos, llagas, desprecios; mas súbitamente, gracias a este vuelo gigante hacia lo Infinito, trastrocó sus gustos: las criaturas repugnantes se le trocaron en blanco de verdadero amor. En seguida superó el peligro con la renuncia, porque, entiéndase bien, la renuncia, así como el amor, es fundamento de toda santidad. ¿Hay algo nuevo en la renuncia franciscana? Sí, y es que no arranca de la desvalorización de las cosas humanas; no desprecia el mundo porque sea menos penoso el pisotearlo; no huye de la sociedad con miedo o disgusto como la renuncia de aquellos ascetas que resolvían el problema de la salvación huyendo de las criaturas, persuadidos de que en la lucha espiritual vence el que huye. La renuncia de San Francisco es diversa: no niega la belleza de la vida, que eso sería desconocer a su Autor; no niega el amor; niega la posesión y el deseo de poseer. Viva el alma, si es menester, en medio del mundo, pero no tome de él ni una migaja; las cosas admírelas y ámelas cuanto quiera, pero viendo en todas la obra del Criador y el símbolo de la Redención, sin exigir ni retener nada para sí. Despojado del egoísmo de la posesión, ¿qué queda del amor? La admiración o la compasión y el don de sí propio, los cuales, precisamente por estar libres del egoísmo, suben con facilidad de la criatura que los inspira, mas no los satisface, al Criador. Esta renuncia humilde, que admira y no huye, que ama y no apetece, que resume todas las virtudes, porque es la máxima abnegación del yo, aun quedando en contacto con todas las seducciones, San Francisco con su fantasía la ha concretado en una imagen, para amarla como a persona viva, y la ha llamado Señora Pobreza. Con estas dos palabras caballerescas: Señora Pobreza, ha ennoblecido también y vestido de belleza la humanidad atormentada, doliente, despreciada, en la que ve la imagen viva del Hijo de Dios; ha elevado a ideal de libertad y bienandanza aquel estado de aparente dependencia, inferioridad y humillación, que Jesucristo eligió y el mundo desprecia. Por la pobreza se hermanó, como el divino Maestro, con las criaturas más miserables, pero sin despreciar a los ricos y poderosos, separándose así claramente del movimiento comunal y burgués de su tiempo. Quien pretende hacer de San Francisco un demócrata olvida que su democracia no quiere poner a los demás al propio nivel, ni elevarse a sí mismo al nivel de otros más afortunados; quiere despojarse y humillarse, nunca despojar ni humillar. No es democracia la suya; es la caridad que se da toda a todos sin pedir nada; es la caridad que puede considerarse la aristocracia de los grandes amadores de Dios. Con el concepto de la pobreza integral, esto es, colectiva a más de individual, San Francisco se aparta notablemente aun del monacato, que admitía el patrimonio común, para vivir estupendamente la vida de Aquel que no tuvo una piedra donde reclinar la cabeza. Harto sabido es cómo fue creciendo su amor apasionado de la pobreza, desde las públicas bodas hasta la agonía sobre la desnuda tierra. Dante y Giotto cantaron su epitalamio; la admiración de los posteriores lo celebran con un poema siempre nuevo. Mas no hay que olvidar que la pobreza es, para su amartelado amante, medio, no fin; es imitación de Cristo y la más alta expresión de amor, mas no es, de suyo, amor; por tanto, escribir, como alguno ha escrito, que San Francisco habría parafraseado a San Agustín: «Sed pobres y haced lo que queráis», es inexacto, pues cabe muy bien ser uno pobre, aun voluntario, y no amar. La pobreza sin amor nada vale ni para Dios ni para los hombres. IX.- Como amaba San Francisco a las criaturas San Francisco no amó a los hombres por los hombres y por la satisfacción de sentirse bueno, como ciertos filántropos modernos. Los amó, sobre todo, por amor de Dios. Ni los amó sólo por agradar a Dios, como ciertos ascetas antiguos y modernos. Los amó como a obras singulares y estupendas de Dios, pues lo raro y propio de la conversión de San Francisco, como justamente se ha dicho, fue que la religión no levantó una barrera entre él y la tierra, antes transformó la tierra y las criaturas todas y enseñó el modo de amarlas y convertirlas en fuentes de gozo. Al estudiar la compleja personalidad de San Francisco, tan compleja y sobremanera rica que dice siempre algo nuevo a todos sus biógrafos, hanse de tener presentes dos puntos: ama la vida, pero de un modo sobrenatural; se crucifica con Cristo, pero sin despreciar la vida. Quien, de estos dos términos, pierde de vista el primero, se forja un San Francisco poeta sentimental al uso de los turistas del siglo XX; quien olvida el segundo, se finge un San Francisco marchito y triste al uso de ciertos pintores del XVII o de ciertos manuales de piedad del XIX. Así como San Francisco ama a Dios en el obrar y en el padecer, así también concretamente ama las criaturas con amor particular y universal a la vez, que llega a todos y a cada uno, como el sol. Con caridad que se renueva y especifica en cada caso, San Francisco ayuda y edifica al leproso que se pudre y blasfema, a la viejecita que desconfía de la limosna, a la joven patricia que huye de su palacio para consagrarse a Dios, al obrero que maldice del patrón, al muchacho que vende las tórtolas, al corredor que lleva al mercado los corderos, al caballero que le hospeda, al prelado que lo rechaza, al sultán que puede condenarle a muerte, a la mujerzuela que le cuenta sus cuitas, al podestá que lucha con el obispo. Ama al pueblo de su Asís bendita, como a los musulmanes fronterizos de Europa; a los comunes itálicos, desgarrados por los bandos, como a Hungría y Alemania, que apalean a sus frailes, como a la Francia de las canciones de gesta, y cuna, tal vez, de su madre. Todo pueblo es su prójimo, mas (nueva prueba de concretez) un solo país es su patria: aquel donde ha echado las raíces de la Orden franciscana, donde nace y donde quiere morir. Prójimos, y tanto que los llama hermanos, considera los gorriones y las abejas, y los nutre en invierno; los corderos, y los rescata; las tórtolas, y les fabrica el nido; los gusanillos, y los pone en salvo; las plantas, que no quiere cortar; la llama, que no quiere extinguir. Para los hombres como para las criaturas inferiores, para las cosas grandes como para las pequeñas, su amor es siempre de amplísima previsión. Siente necesaria a su apostolado la autorización de la Iglesia, y al punto se encamina a Roma y se presenta al Pontífice con la sencillez de un niño y la intrepidez de un capitán. Comprende la singularísima vocación de Clara, y no teme favorecerla y protegerla contra las iras de amigos y familiares. Ve la decadencia de las Cruzadas, y se dirige a Tierra Santa antes de predicar su rescate. San Francisco es llamado a obrar en la realidad con la virtus propia de los genios de la acción. Como los grandes volitivos, no deja pasar un instante, un hecho, un hombre sin investirlo de su fe, ni una sola ocasión sin plegarla a su fin. El secreto de su fuerza, así en la predicación como en el apostolado menudo, está en ser Francisco humilde, intuitivo, volitivo; en descender al nivel de sus oyentes e ir derecho al centro de sus deseos para trocarlos y enderezarlos a Dios. Caballeros y damas se hallan reunidos para un bautizo caballeresco; sus sueños son de gloria y amor, y Francisco se introduce con una canción de gloria y amor; los ladrones de Montecasale tienen hambre, y ordena salirles al encuentro con pan y vino; el cura de Rieti tiene su viña en el corazón, y lo conquista con unas mosterías abundantes. Así obra con los principiantes; mas con los suyos, los que han votado perfección, se ha de muy diverso modo: les coge la palabra del ideal jurado. ¿Saborean de antemano las Damas Pobres de San Damián el pasto espiritual de una plática inspirada? Pues sólo tendrán la muda lección de la ceniza y el canto del Miserere. ¿Prenden en fray Rufino antojos de desdeñosa soledad? Pues vaya a predicar en pañetes. ¿Fray Maseo la echa de orador? Pues haga de portero. ¿Recoge un fraile el dinero? Depóngalo con la boca sobre el estiércol. ¿Se las da un novicio de letrado? Aprenda de los Hermanos legos la sabiduría de la oración. Fijado un ideal, debemos ser suyos, y su solo recuerdo ha de bastarnos para entrar en vereda. Su amor para con las criaturas crece al paso que se eleva su espíritu. Conforme va desprendiéndose de la tierra, San Francisco la mira con más ternura. Tanto es menor el miedo que tiene de amar cuanto su corazón adquiere pureza más transparente. X.- Cómo amaba San Francisco a los suyos Mas también aquí vence a la severidad del maestro la ternura del padre. San Francisco ama a los suyos y funda la obediencia sobre el amor recíproco: materno en los superiores, filial y de hermanos en los súbditos; quiere que superiores y dependientes se alternen en el oficio, de modo que la jerarquía surja de la igualdad y en la humildad se apoye, y la obediencia comience en la firme confianza de conseguir la libertad del espíritu. Ama a los suyos, los comprende, los previene, los calma; sufre tanto en la primera partida de los doce primeros, que los torna a llamar a su lado milagrosamente; cada separación es para él, para todos, un dolor no disimulado; cada retorno, una fiesta. Al llamamiento del último de los suyos responde con pronta bondad; a los dos frailes forasteros que por verle habían recorrido tantas leguas y habían sido alejados por celo de los íntimos, San Francisco les da personalmente su bendición; a fray Ricerio, que teme no ser amado de él y en ese desamor ve la prueba de la reprobación divina, San Francisco le sale al paso con ternura más que de padre; a fray León, celoso como todos los amigos más aficionados, le permite estar siempre a su lado y ser su confidente; le deja su bendición escrita y, a su muerte, la túnica. El cuidado de su creciente familia espiritual le asalta en el éxtasis de los Estigmas y en la agonía; le acompaña, según la leyenda, hasta en el paraíso, si, como cuentan las Florecillas, todos los años el día de su tránsito desciende al purgatorio a libertar las almas de sus tres Ordenes y de sus devotos; si, como Dante imaginaba, viene del cielo a disputar a los demonios las almas de sus frailes agonizantes. El fundador de la Orden religiosa más vasta del mundo nunca tomó gestos solemnes, sino siempre maternales. Es sintomático el modo como se representa a sí mismo: o como la madre pobrecita de los hijos del Gran Rey, o como la gallina negra, acongojada en la defensa de sus polluelos. Este modo de amar, humilde aun con los inferiores y pobres, es decir, atento sólo al bien de los demás, nunca al propio goce, es particular de San Francisco y le granjea hombres de cualidades muy diferentes: la ternura de un fray León, la delicadeza de un fray Rufino, la suficiencia de un fray Maseo, la ingenuidad impertinente de un fray Junípero, la simplicidad de un fray Juan, el misticismo de un fray Gil y de un fray Bernardo, el espíritu caballeresco de un fray Ángel Tancredi, el alma trovadoresca de un fray Pacífico, rey de los versos; la fantasía soñadora de obras grandes de un fray Elías. Los espirituales no tomaron en consideración en sus escritos, quizá porque les faltaba a ellos, la suave tolerancia del Maestro con sus discípulos de índole tan diferente. Conoce muy bien las aficiones de fray Elías, y con todo le nombra general, y le tiene cerca de sí hasta su muerte; considera el estudio no más que como mero instrumento de trabajo de doble corte, pero respeta a los estudiosos por vocación y llama a San Antonio su obispo; huella privilegios de cuna, mas cuando un hermano, que le va guiando el asnillo, piensa: «Y todo bien considerado éste es hijo de Pedro Bernardone», se precipita de la silla y le dice: «Tienes razón, hermano; a ti corresponde, no a mí, cabalgar.» Por este amor concreto Francisco ha creado tres Órdenes con que responder a las exigencias de perfección de hombres y mujeres colocados en muy diversas condiciones de vida y acudir a las más dispares vocaciones. Más todavía: este amor sobrenatural es la fuerza de San Francisco, la explicación de toda su vida, la razón del desarrollo siempre renovado la vida franciscana. Con este amor para con Dios y para con sus criaturas, apoyado en motivos sobrenaturales, ha ejercido poderoso hechizo sobre muchos hombres; a muchos arrebató tras sí con su ejemplo. A su vez, los hombres reconocen en el amor de San Francisco la aplicación del precepto de Jesús: «Amaos como hermanos; en esto os reconocerán por discípulos míos.» Y porque se sienten amados de él como hermanos, los hombres, todos los hombres, le aman. XI.- San Francisco y la predicación Para atraer los hombres a Dios, San Francisco, a imitación de Jesús, se sirve de la predicación además del ejemplo y la caridad. Con fuerza intuitiva y sentido de concretez, San Francisco reforma la predicación medieval. Mientras los párrocos explicaban al pueblo distraído el Evangelio en las formas latinizantes de costumbre; mientras los predicadores de profesión extractaban de los homiliarios patrísticos los esquemas de sus sermones, y los más doctos silogizaban sobre los dogmas, San Francisco acerca el Evangelio a la vida y pone a Cristo en contacto con la conciencia de sus oyentes. Para el logro de este fin emplea en principio la observación moral, directa, casi personal, que sondea la conciencia con la forma sencilla del diálogo tuteado; mas, cuando el público crece en número o calidad (recuérdense los discursos al Papa y los cardenales), se sirve de la forma anecdótica y parabólica usada por el divino Maestro; en fin, echa mano de cuanto puede conciliar la atención, ya sea el lenguaje hablado en el país, ya el gesto, la risa, las lágrimas, el canto, ya la representación viva, como en Greccio. El contenido de su predicación es simplicísimo; se ciñe a las verdades elementales: los Novísimos, el Evangelio. No es curioso de razonamientos sutiles y doctos; no se prepara, y cuando se prepara pierde el hilo; improvisa según el Espíritu le dicta interiormente o como le aconseja el auditorio; y en su improvisación es arrebatador, mas no con esa furia torrencial que desflora las conciencias; antes su palabra penetra el corazón de los hombres, aun de los que, ya por una razón, ya por otra, son más sofísticos, o más desconfiados, o más sordos; aun de los que rechazaran la predicación de un lego sin letras. Por eso conmueve a los profesores de Bolonia y a los cardenales de Roma. XII.- San Francisco y el trabajo La humildad sin medida y el deseo de obedecer a Dios y ayudar prácticamente a los hombres hacen de San Francisco el más fiel intérprete del concepto cristiano del trabajo. También en esto le favorecen las inclinaciones naturales. Hijo de un mercader, salido de la burguesía comunal, tiene sus cualidades productoras y constructoras, sin el defecto máximo: el egoísmo doméstico. Su misma ambición juvenil de lozanearse de grande y obsequiar magníficamente revela en realidad un noble concepto del dinero, un considerarlo producto del trabajo, que debe circular y no estancarse; afirmación de personalidad, instrumento de dominio; dominio que hasta entonces se lo explica él en la forma mejor: socorrer, ayudar, favorecer. Después de la conversión, el trabajo reviste para San Francisco la forma de amor: amor para con Dios legislador, que nos impuso el trabajo en castigo de la culpa; amor para con Cristo Redentor, que del trabajo nos dio ejemplo; amor para con los hombres, a quienes urge la obra de la voluntad inteligente sobre la tierra y sobre las cosas; amor para con las criaturas inferiores, que, mediante el trabajo, se transforman y son útiles. San Francisco trabaja y hace trabajar. Al principio trabaja de albañil y hasta de peón, reparando la iglesita de San Damián, la de San Pedro, la de Santa María de los Ángeles, sacrificando en esta humilde tarea la inclinación a la soledad, que acompaña, como en todas las conversiones, los comienzos de la suya. Trabaja desde el momento en que el Evangelio, oído en la Porciúncula el 24 de febrero de 1208, le ordena la reconstrucción espiritual de la Iglesia mediante el apostolado; ahora es el obrero de la palabra, y las palabras emplea con más atención, con más compás, con más conciencia que las piedras para la reedificación de San Damián. Su palabra, tan rica de sentido en su sencillez, tan persuasiva en la viveza de la narración, tan substanciosa en las aplicaciones morales y tan precisa en la estrechez de la conclusión, es también acción, porque obra sobre los demás y les hace obrar. En la predicación trabaja sobre sus fuerzas; habla a las muchedumbres, a los individuos; recorre leguas y leguas a pie descalzo, llevando de ciudad en ciudad la palabra de Dios, sin reparar en fatigas ni dolores, en tanto grado, que ni las graves dolencias físicas, ni los desalientos morales, ni el tormento de los Estigmas son bastantes a detenerle. Se consume en el apostolado de la palabra de Dios. El trabajo es para Francisco una necesidad y un deber; reléanse estas líneas de la Regla para sus frailes: «Quiero que todos mis frailes trabajen y se ejerciten humildemente en obras buenas para huir del ocio, enemigo del alma; para ser menos gravosos a los hombres, para ganarse la vida honestamente. Los que saben trabajar, trabajen y ejercítense en el oficio que supieren, y los que no saben ninguno, apréndanlo, mas cuiden de trabajar con fidelidad y devoción, de modo que no extingan el espíritu de oración, al que deben servir todas las cosas temporales; y guárdense de no recibir en pago sino las cosas necesarias al cuerpo, salvo dinero, y esto humildemente, como conviene a los siervos de Dios y a los seguidores de la santísima pobreza.» No cabe declarar tantas cosas en menos palabras: los motivos naturales y sobrenaturales del trabajo, el respeto a la vocación individual, la manera de trabajar, la unificación de la vida activa y la contemplativa, la unión de la pobreza y el trabajo. Estos dos últimos puntos constituyen el aspecto más original del pensamiento de San Francisco respecto del trabajo, ya que San Benito, con la fórmula ora et labora, fue el grande iniciador de la vida mixta, pero vivida en el claustro, al paso que San Francisco trae la vida mixta fuera del claustro, al medio del mundo, donde las necesidades materiales y el decoro social la hacen más edificante, pero también más difícil. Más original, según el concepto de San Francisco, es la íntima relación de pobreza y trabajo. Excluyendo San Francisco, para sí y para los suyos, la posibilidad de un verdadero patrimonio, siquiera fuese colectivo, apura el don de sí mismo en la acción sin recompensa, en la humildad de haber de pedir, y eventualmente mendigar, después de haber dado todo. Por otra parte, esta expoliación radical de los propios derechos, y hasta del derecho de propiedad sobre los frutos del propio trabajo, que es el más legítimo y al cual el hombre se apega tenazmente como a parte viva de sí mismo, preserva el trabajo de las consecuencias de la posesión: tentaciones, preocupaciones, melancolías, y le confiere un goce superior al que todo trabajo trae consigo. El trabajo en pobreza, tras la oración de alabanza y gratitud, es nueva fuente manantial de alegría franciscana. XIII.- Su perfecta alegría Esta alegría tiene también un doble aspecto, de naturaleza y de gracia. San Francisco, poeta y hombre de acción, tenía en sí dos manantiales de gozo: sabía ver la belleza y gozarla, sabía obrar y olvidar. Por eso le atraen y recrean las criaturas grandes y las pequeñas, como estupendas manifestaciones de vida en las que siente la bondad de Dios: el halcón le despierta, la cigarra le responde, las alondras le dan la bienvenida, las tórtolas y los gorriones le regocijan. Para él alienta y se viste de verdor la tierra, y el sol y las estrellas, el fuego y el agua, las nubes y el viento son motivos de meditación y de canto no menos que las virtudes que su mirada fraterna descubre en el corazón de los hombres. Mas no es él hombre que hace pie absorto en la contemplación; aquel mismo genio de amor que le revela la profunda armonía de la vida, le impulsa a confortar, a ayudar, a dar y sobre todo a hablar de aquel Dios que es creador y padre de todas las criaturas, y a querer que sea conocido y amado. San Francisco no interpone titubeos entre el pensamiento y la acción; en cuanto el amor le inspira pone toda el alma, alejando de sí todo resto de lo pasado, como depuso sus vestidos a los pies de su padre, como arrojó el báculo en la Porciúncula. Tampoco le preocupa lo por venir, porque nada espera ni quiere nada del mundo y de los hombres; pobre de todo, hase arrojado en los brazos de Dios con tal abandono, que hasta el echar a remojo los garbanzos para el día venidero le parece falta de confianza. Cortados los innumerables tentáculos que amarran el corazón a lo pasado y a lo por venir, San Francisco navega en un océano de serenidad. Con todo, sufre y quiere sufrir. Sufre a causa de su misma fibra delicadísima, extenuada por la penitencia; sufre a causa de su natural intuitivo, de su sensibilidad cruelmente herida por la incomprensión de muchos de los suyos, de las ofensas irrogadas a la pobreza a sus propios ojos; los últimos dos años son un martirio en la carne y en el alma; impresos los Estigmas, San Francisco es el hombre del dolor; mas ama el padecer, porque adora al Crucificado. El diálogo de la perfecta alegría enuncia un principio fundamental al Cristianismo: nuestra vida en Jesús y la de Jesús en nosotros, el amor y la gloria de la cruz; pero lo enuncia en una forma nueva, concreta, inimitable, con un ejemplo personal aplicado a los sentimientos más vivos, imaginado en las circunstancias más duras, como el desprecio hasta la persecución de los amigos, y aun de los inferiores, unido a la miseria más escuálida. Vencerse a sí mismos en prueba semejante es para San Francisco el mayor don de Dios; pero vencerse hasta gozar de aquel magullamiento físico y moral, y gozar de él por amor de Jesús Crucificado, es don tan grande, que da perfecta alegría. Así llama San Francisco, con expresión ya inmortal, al padecimiento «saboreado» por amor de Dios. Su diálogo con fray León, así como logró disminuir en el corazón del discípulo el horror de la noche invernal y abreviar el largo camino de Perusa a la Porciúncula, así lanza en los siglos un haz de luz sobre los padecimientos de los hombres, y a los afligidos recuerda que existe un solo remedio al dolor: amarlo por amor de Aquel que lo envía. XIV.- La dialéctica de su Orden Cuando San Francisco se resolvió a seguir el Evangelio estaba lejos de imaginar que un propósito tan sencillo y tan difícil iba a determinar una revolución en las conciencias. Aquel afluir de los hombres en torno suyo, como a un milagro viviente, fue un hecho inesperado, tal vez presagiado en los sueños de grandeza de los primeros años, mas no previsto por su humildad de converso. El aumento de los frailes pedía una Regla; pero San Francisco andaba vacilante: ¿no era por ventura el Evangelio? Quien tomase a la letra (sine glossa) los consejos evangélicos, podía ser, según él, un fraile menor. Cuando se decidió a extender la Regla se atuvo estrictamente a las palabras del Maestro, citándole a cada paso y escudándose tras Él, como si no se atreviese a legislar por sí mismo. En consecuencia, pocos preceptos, ningún formalismo, una disciplina interior de todo en todo, libertad de interpretación igual al respeto que el Santo guardaba con la individualidad de cada uno. Además, no se había propuesto, como otros fundadores de Órdenes religiosas, un determinado campo de bien; su único blanco era vivir el Evangelio y predicarlo antes con el ejemplo que con la palabra. Entretanto, los frailes se multiplicaban y extendíase el radio del apostolado; San Francisco mismo, en virtud de aquel dinamismo de amor que conceptuaba nulo lo ya hecho y sólo estimaba lo por hacer, sentíase forzado a ensancharlo cada día más, de Umbría a Italia, a Europa, al África pasando por Marruecos, al Asia al través de Palestina. Conforme íbase ampliando este radio de acción mundial surgían nuevos deberes: el estudio, por ejemplo, y se presentaban nuevos problemas: la habitación estable y común; San Francisco no quiso resolverlos explícitamente. En 1221 ordenó la demolición de la casa de estudios de Bolonia, fundada por Pedro Staccia; pero en 1223, habiendo declarado el cardenal Hugolino que la casa pertenecía a la Santa Sede, permitió a San Antonio enseñar en ella teología; prohibió a un novicio el breviario, a fray Reinaldo la muchedumbre de libros, pero acogió con deferencia a los doctos que venían a la Orden, y recomendó la custodia y respeto de todos los escritos, porque directa o indirectamente el saber viene de Dios y lleva a Dios. San Francisco no sentía el deseo de leer, porque el Crucifijo, la naturaleza y la vida eran sus libros; a la ciencia de éstos prefería la ciencia del corazón; a las palabras, los hechos; a la suficiencia de los sabios, la humildad de los sencillos, persuadido de que tanto sabe el hombre cuanto obra, y de que las almas se conquistan antes con la oración y el ejemplo que con razonamientos. No prescribió el estudio, porque no lo hallaba prescrito en el Evangelio; mas no lo prohibió, porque reconocía ser necesario. Para definir la cuestión habría tenido que declararse abiertamente contra su ideal de pobreza estrechísima o poner límite (excluyéndolo del campo intelectual) al impulso de apostolado conquistador, vehemente en él y engendrado por él mismo en la Orden; sobre todo viérase forzado a aprisionar su Orden en una norma precisa de vida, cuando cabalmente veíala germinar, como árbol vigoroso, otros muchos ramos, actividad, instituciones diversas, nacidos todos al calor de un mismo ideal, y cada cual necesitaba desenvolver la primitiva idea inspiradora en una forma propia, para una vida propia. Por eso, quizá, heredó la Orden franciscana todos los contrastes, más o menos manifiestos, inmanentes en el alma del Padre, los cuales ocasionaron las luchas que dentro de su seno se debatieron y dieron origen a muy diversas iniciativas; hallamos en la Orden franciscana, como en San Francisco, espíritu severo de disciplina y ansia de autonomía, sed de soledad y ardor de apostolado entre los hombres, aspiraciones al aniquilamiento y apremios de acción. ¿Era San Francisco sabedor de estos contrastes? Considerando su genio, sus actos, sus escritos, debemos responder que sí. Al otorgar su bendición a fray Elías y a fray Bernardo admitía en su Orden dos espíritus antitéticos; daba pruebas de una profunda intuición de la realidad, que es vida y de contrastes vive; dejaba en herencia a su Orden, mejor dicho, a toda su vastísima descendencia espiritual dentro y fuera de las tres Órdenes, la posibilidad de recibir hombres procedentes de lugares y clases sociales diversos; daba a sus hijos la posibilidad de atender a formas de apostolado diferentes; depositaba la semilla de obras discrepantes al parecer; pero, en realidad, todas esas energías se fundían, gracias a un solo espíritu animador. La intuición que Francisco tenía de la vida nacía del amor y se resolvía en el amor; por eso amaba a fray Elías y amaba a fray Bernardo, amaba al hombre que vive entre los hombres y al hombre de la soledad, al realizador y al contemplativo; a los dos bendijo y les repartió el pan simbólico de su última cena, como indicando que todas las divergencias futuras del Franciscanismo debían conciliarse en su nombre, en su paternidad acogedora y misericordiosa, imagen de la paternidad de Dios, que envía el sol sobre justos y pecadores, y da a los búfalos la fuerza y a los ruiseñores el canto. Los escritos de San Francisco, amén de un substrato de amor divino y fraterno, revelan dos recomendaciones ahincadas, igualmente vivaces, que, observadas con rigor, hubieran eliminado las luchas entre sus fieles, los cuales no se comprendieron cuando olvidaron una de ellas. Estas dos instancias son: la pobreza y la obediencia. No es mayor la una que la otra; equipáranse. El contraste de las varias tendencias, enquiciadas en torno a la cuestión de la pobreza, se exacerba en aquellos hijos que heredan una de las dos virtudes del Santo y no su fuerza soberana, aquella fuerza mediante la cual concilió lo divino y lo humano, y en virtud de la cual fue universal: el amor; quiero decir el amor de Dios, que es amor de Aquel que es nuestro Redentor y de los hombres que por Él fueron salvos; de Aquel que es nuestro primer hermano y de aquellos que son sus hermanos menores. Esta necesidad de amar pasa de San Francisco a sus hijos de tal suerte que la familia franciscana, aunque dividida y en perenne contraste, retiene siempre en todos los siglos una fundamental unidad, gracias al amor de Dios y de las criaturas, cual existe en San Francisco. Aquel movimiento de reforma y secesión que, puede decirse, se ha engendrado en todos los siglos en su seno, no ha sido, como juzgan los superficiales, síntoma de flaqueza, sino de vida, semejante al dinamismo interno de los tejidos: células que maduran, células que se dividen, células que mueren; algo muere y algo se diferencia, pero la muerte es aparente y la diferenciación momentánea; las células, renovándose, se recomponen en la unidad del organismo de que forman parte, en el cual nacen y por el cual viven. Por esta unidad de amor para con Dios y sus criaturas va desplegándose al través de los siglos la fuerza del Franciscanismo en la piedad, en el pensamiento, en la acción. XV.- Conclusión El movimiento religioso que San Francisco suscitó y después disciplinó con las tres Órdenes responde a las dos exigencias de su época: reforma evangélica, revalidación cristiana de la acción. Acoge aquel tanto de verdad que podían tener las herejías, sin sus errores y sus vicios, uniendo el retorno a la pobreza y sencillez de los primeros siglos cristianos con la profunda sumisión a Roma. Así como San Francisco reaviva y armoniza los contrastes de su tiempo y funda en su espíritu diversas formas de piedad, de la misma manera su obra cifra y resume las características de las Órdenes religiosas precedentes y aporta una nueva: la santificación de la acción, secreto de toda la religiosidad moderna e indispensable a la vida moderna, que es acción. El monacato oriental, nacido durante el desquiciamiento del mundo romano y el irrumpir del mundo bárbaro, desarrolló el apostolado de la plegaria y de la expiación, demolió el culto pagano de la naturaleza para que otro lo reconstruyese cristianamente. El monacato occidental, nacido durante el devastar de los bárbaros, puso la sabiduría latina al servicio de la fe y convirtió, disciplinó, civilizó los nuevos pueblos, añadiendo al apostolado de la plegaria y de la expiación el del trabajo, trabajo que se había de exigir y distribuir con conocimiento de los individuos, de los lugares, del tiempo presente y aun del porvenir. El trabajo benedictino es como la toma de posesión de todos los valores de la vida: bendice los campos, los libros, el arte, la dignidad humana; reconstruye al lado y después de la demolición anacorética. El Franciscanismo, que nace con los comunes y el nuevo orden económico y político de la sociedad, entiende la tarea del apostolado a la letra, como lo practicó Jesucristo: oración y trabajo, pobreza y predicación, poniendo a su servicio el valor de la caballería que desaparece, así como el arrojo del pueblo que surge; en vez de aislarse o de apartarse, desciende a las ciudades, entre la gente que trabaja ya con exceso, que no ha menester de aliento para la acción, sino más bien de estímulo a la reflexión y a la plegaria, y predica el Evangelio por los caminos y plazas en las formas que agradan a los contemporáneos; canta como los juglares, narra como los trovadores, combate por la fe como los paladines, quiere no sólo la liberación, sino también la conversión de la Palestina, mejor que los Cruzados; enseña a los burgenses y al pueblo menudo que cada cual puede ser un religioso, aun viviendo en el mundo, por cuanto celda es el corazón, Regla el deber cotidiano, Hermano y Hermana toda criatura que se presenta, cilicio de penitencia el trabajo; al mismo tiempo conserva toda la experiencia religiosa del pasado: el espíritu de expiación y el amor de la soledad de los anacoretas, el amor del rezo litúrgico, el anhelo de la contemplación, el hábito del trabajo y la oración práctica de los benedictinos. Todo este patrimonio de multiforme religiosidad lo funde el Franciscanismo en el apostolado de la palabra y de la acción, con un sentido nuevo de amor y alegría que, permeando lentamente todas las clases sociales, dará a la vida una tonalidad más serena y al arte aquella inspiración más libre, concreta y humana, que preludia el Renacimiento. Éste, que se inicia con San Francisco y sus discípulos, es Renacimiento en un significado, es verdad, harto diverso del comúnmente aceptado, pero mucho más alto; no es el renacer de la humanidad a la concepción del mundo clásico, sino el renacer del hombre y de la tierra toda a un orden nuevo, a una vida nueva instaurada por Jesucristo, «en quien todas las cosas celestes y terrestres fueron pacificadas con el omnipotente Dios». San Francisco ha querido dar a sentir al mundo lo que el mundo con frecuencia olvida, o mejor dicho, no logra comprender: la felicidad sobrenatural del Evangelio. Agustín Gemelli, O.F.M., El Franciscanismo. Barcelona, Luis Gili Editor, 1940, pp. 1-43. |
LA ESPIRITUALIDAD DE SAN FRANCISCO DE ASÍS
por Gratien de París, o.f.m.cap.
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Elementos esenciales de toda vida espiritual son: 1.º, un ideal particular; 2.°, un conjunto de ideas y sentimientos que de él derivan; 3.°, caracteres que la especifiquen; 4.°, frutos que le sean propios. Nuestra vida espiritual consiste en tender a la perfección, o lo que es lo mismo, en esforzarnos por conseguir nuestro fin mediante la unión con Dios según la doctrina de Jesucristo. Desde los primeros días de la Iglesia no han cesado sus obispos y doctores de presentarnos a Jesús como el modelo acabado del cristianismo, y de explicarnos en sus sermones y en sus comentarios a la Santa Escritura las funciones y los fundamentos de la vida espiritual. Difícilmente se hallará algo más variado que la aplicación de estos principios, porque aun cuando la doctrina predicada y practicada por Cristo es necesariamente el ideal a que todas las almas cristianas deben aspirar, ni todas se inspiran en ella de la misma manera, ni todas beben el amor de Dios en la misma fuente principal, ni producen todas idénticos frutos. De ahí esa maravillosa diversidad de espiritualidades en el seno de la Iglesia Católica. I. Ideal de San Francisco Las diversas fases de la conversión de San Francisco nos hicieron ya asistir a la génesis de su ideal. Primeramente, una fe viva y sencilla iluminó su alma, no bien el sentimiento religioso se hubo despertado en ella; bajo los rayos de esta luz, el temor de Dios y el arrepentimiento se apoderaron de él. Más tarde, la visión de Jesús Crucificado enciende en su corazón un amor ardiente, que le comunica la valentía necesaria para someterse a las purificadoras pruebas del propio renunciamiento, ineludible preliminar de toda vida perfectamente cristiana. Y, por último, este encendido amor le lleva a la imitación de Cristo. El amor fue quien reveló a Francisco -que no había cursado las escuelas teológicas- las excelencias y grandezas del dogma de la Encarnación. Que de él estaba plenamente penetrado, nos lo dicen sus cartas, sus reglas, sus admoniciones casi en cada una de sus páginas. El Verbo hecho carne es el centro de su vida: Jesús, el Hijo de Dios, es para él en verdad el mediador entre Dios y los hombres, el autor de nuestra salvación, el fundamento de nuestra esperanza, Aquel por quien y en quien es necesario orar, el camino, la verdad y la vida, la luz del mundo... nuestro modelo. Imitar a Cristo, será, pues, el ideal de San Francisco de Asís. Su principal deseo, dice Tomás de Celano, su intención más elevada y su resolución suprema, era el observar en todas las cosas el santo Evangelio, practicar la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, seguir sus huellas e imitar sus ejemplos (1 Cel 84). «¡Oh, cristianísimo varón -exclama San Buenaventura-, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!» (1). San Francisco no se contenta ni con una imitación parcial o puramente externa, ni con una fácil y remota semejanza. Su constante ambición fue la de evitar el fariseísmo y profesar una religión verdaderamente interior. «El espíritu de la carne -decía- quiere y se esfuerza mucho en tener palabras, pero poco en las obras; y no busca la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17). «¡Ay de aquellos que se contentan de solas las apariencias de vida religiosa!» (2 Cel 157). Para él, imitar a Cristo no consiste solamente en regular su conducta tomando por norma de vida los preceptos y consejos evangélicos más o menos mitigados por los consejos de la prudencia humana, sino en hacer suyas propias las ideas de Cristo, en sentir y pensar como Él pensaba y sentía y obrar como Él obraba. San Francisco ansía la unión e identificación más perfecta posible con Jesús. A ello le ayudaba poderosamente la naturaleza objetiva y realizadora, que en los días de su juventud le hacía vivir en constante compañía de los héroes legendarios de la caballería. Él quisiera experimentar ahora en su cuerpo y en su alma los dolores sufridos por el Divino Maestro. «Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores». Esta plegaria, que las Florecillas (III Cons. sobre las Llagas) ponen en boca de San Francisco antes de recibir las Llagas, tal vez no sea auténtica; pero no puede negarse que ella expone en toda su plenitud la sublimidad de su ideal. «Tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fil, 2,5), había dicho San Pablo, el primero y más preclaro doctor de esta imitación de Cristo, llevada, según frase del mismo Apóstol, «hasta la comunión en sus padecimientos, hasta hacerme semejante a él en su muerte» (Fil 3,10). Toda la espiritualidad de San Francisco se encierra en estas palabras. La conformidad de su vida personal con la vida de Jesús fue tan íntima, tan integral su imitación, que se diría haber caído en un literalismo a primera vista sorprendente. «Nunca fue oyente sordo del Evangelio -nos dice Tomás de Celano- sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza». Jesús dijo: «A nadie llaméis maestro», y Francisco prohíbe el empleo de dicho término para designar a los superiores de su Orden. Jesús dijo: «Nadie es bueno sino Dios», y Francisco cambia el nombre de su médico de cabecera, que se llamaba Bongiovanni (Buen Juan), en Bembegnato (LP 100; EP 122). Estos ejemplos de servilismo a la letra del Evangelio, y otros varios que tendremos ocasión de examinar más tarde al hablar de la pobreza, denotarían en San Francisco muy limitados alcances, si no conociéramos ya la habitual amplitud de sus miras, ni halláramos otra explicación de todo en todo evidente en su encendido amor, que le inspiraba el más profundo respeto a toda palabra salida de los labios de Jesús. El Evangelio es el sello de Cristo, y el espíritu franciscano es su leal impronta en el corazón de Francisco de Asís. II. Fuentes del ideal de San Francisco 1.- Su amor a Jesús El Cardenal Odón de Chateauroux ( 1273), en un discurso pronunciado ante los Frailes Menores, observó ya el lugar preeminente que en la vida del Pobrecillo ocupa la caridad. Después de haber exaltado la austeridad de su pobreza, continúa diciendo: «No fue ciertamente por la literatura o la ciencia como el bienaventurado Francisco descubrió este género de vida, sino por el fervor y la devoción de su caridad, ya que sólo por el ardor de la caridad puede llegarse a un tal renunciamiento». Siguiendo el ejemplo de Tomás de Celano y San Buenaventura, todos los historiadores posteriores del Seráfico Padre han puesto de relieve la vehemencia de su amor a Dios. «Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él! Y como se lee de un santo: "Viendo, no veía; oyendo, no oía". Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo» (1 Cel 115). Con tan fervoroso afecto, dice a su vez San Buenaventura, era transportado en Cristo, y el Amado le profesaba en retorno tan familiar amor, que, como dijo a sus compañeros, sentía la presencia del Salvador como si realmente lo tuviera antes sus ojos... Cristo Crucificado, añade el Seráfico Doctor, moraba de continuo cual ramillete de mirra en su corazón, y por el incendio de su excesivo amor Francisco ansiaba a su vez transformarse plenamente en él (LM 9,2). De donde resulta que el amor de Dios, y más particularmente de Jesús, era la razón última de todos sus actos; de la heroica determinación de consagrarse ora a la vida activa de la predicación, ora al sosiego de la contemplación en la soledad; de la práctica de sus virtudes, de una pobreza tan rigurosa, de una humildad tan sincera, de una caridad tan generosa y tierna; de sus viajes para evangelizar a los infieles y de su sumisión a la Iglesia. Tan profundamente penetrado estaba de este amor, que él imprimió a su piedad un carácter particularísimo de familiar intimidad con Jesús. Todo le recordaba la persona del divino Maestro: el cordero que es llevado al matadero (1 Cel 77), el gusano que se arrastra a sus pies (1 Cel 80), las piedras sobre que camina y, más que todo, los pobres que encuentra a su paso (1 Cel 76; 2 Cel 83. 85). Verdad es que todo en la vida del Hombre-Dios le era amable y caro; pero los rasgos de la fisonomía divina que más particularmente se complacía en imitar son -como los textos arriba alegados lo insinúan- aquellos en que el Hijo de Dios parece desplegar más amor y abajarse más, los anonadamientos de la Encarnación y Redención. «Tenía tan presente en su memoria -dice Celano- la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Y es que la Cruz que acompaña al Salvador desde Belén al Calvario sintetiza a los ojos de Francisco todo el misterio de Jesús. Ella es el objeto habitual de su contemplación (2 Cel 85), el pensamiento dominante de su piedad, la chispa que incesantemente mantiene viva la llama del amor. 2.- Su devoción a la Pasión de Jesucristo Imposible es explicar con palabras su devoción a la Cruz (2 Cel 203). Desde el día en que a los comienzos de su conversión la conmovedora visión de Jesús Crucificado le convidó con palabras de exquisita dulcedumbre a seguir el áspero camino del propio renunciamiento (cf. 1 Cel 7; 2 Cel 9; LM 1,5), desde el día en que la voz del Crucifijo de San Damián renovó con tanta confianza y ternura su llamamiento, la más viva compasión se apoderó de su santa alma y, como piadosamente puede creerse, los estigmas de la Pasión divina se imprimieron misteriosamente en su corazón, aun cuando ningún signo externo apareciera en su carne (2 Cel 10). Entonces le fue tan plenamente revelado el grande y admirable misterio de la Cruz, que a partir de aquel momento toda su vida siguió los misterios de Cristo, no gustó sino las dulzuras de la Cruz, no predicó sino las glorias y los triunfos de la Cruz (LM 13,10). La única senda, dice en otra parte San Buenaventura, seguida por San Francisco, fue la de un ardentísimo amor a Jesús Crucificado (Itinerarium, Prol.). Desde entonces, además, le acontecía no poder contener los sollozos y las lágrimas, cual si tuviera siempre fija ante sus ojos la Pasión del Salvador (2 Cel 11); en su honor compuso el Oficio que también Santa Clara se deleitaba en recitar. En sus transportes de júbilo espiritual cantaba en francés las alabanzas del Señor, y todo su alborozo convertíase luego en abundantes lágrimas de compasión hacia Jesús (2 Cel 127). El célebre capítulo de la "Perfecta Alegría", cuya inspiración bebió sin duda el autor de los Actus (Florecillas, 8) en la Admonición V de San Francisco, tan saboreado y tan poco comprendido, pues de ordinario no se ve en él más que una deliciosa página literaria, cuando en realidad es una elocuente lección de amor a la Cruz, termina con estas palabras de San Pablo, que han pasado a ser el mote y divisa de la Orden Franciscana: En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! (Gál 6,14). A quien dijere que estos textos y tantos otros que pudieran alegarse (1 Cel 71, 115; 2 Cel 211; 3 Cel 2), son meras amplificaciones oratorias, le bastaría considerar el milagro de las Llagas para convencerse de lo contrario. Porque ¿acaso un privilegio tan singular podía concederse a quien no estuviera profundamente conmovido por el asiduo recuerdo de la Pasión? (2 Cel 109). Este recuerdo es en Francisco algo así como una idea fija, pero de ningún modo morbosa, ya que no permanece aislada y estéril en su espíritu, repeliendo y borrando toda otra idea del campo de su conciencia. Es más bien cual un foco de luz en el que se concentran todas las grandes verdades de la fe. Todas las consideraciones que por sí solas pueden mover a las almas cristianas, como son: el conocimiento de Dios y de la propia bajeza, la filial confianza en Dios y la desconfianza en sí mismo, los beneficios divinos y el amor de Dios para con nosotros, el precio del alma humana, los novísimos, la gravedad del pecado, la vanidad del mundo, etc., San Francisco las halla más vivas e impresionantes en el solo pensamiento de Jesús Crucificado. Ni hay por qué maravillarse, dice el Seráfico Doctor, de que este Santo haya recibido la inteligencia de las Sagradas Escrituras, puesto que por una perfecta imitación de Cristo manifestaba con sus actos su verdad y llevaba al autor de ellas en su corazón (LM 11,2). Al través de la Humanidad del Hijo de Dios descubría la soberana bondad y el soberano poder, la sabiduría y misericordia infinitas, y su alma se desahogaba en efusiones de amor y alabanza, de las que tenemos un magnífico ejemplo en el capítulo último de la primera regla de los Frailes Menores (1 R 23). El amor de Jesús Crucificado llevaba consigo al corazón de Francisco el amor a Jesús presente en la Eucaristía -que tan distinguido lugar ocupa en su piedad- y el amor a todo cuanto se refería a Jesús, a todo lo que había amado Jesús: la Virgen, los Apóstoles, los Santos, los sacerdotes, la Iglesia, la salvación de las almas, los leprosos, los pobres (cf. 2 Cel 196-203). La simplicidad de su mirada no excluía, pues, la riqueza y abundancia de ideas y pensamientos. Nos cuenta una leyenda que, caminando un día Fray León con San Francisco, vio ante el rostro del Seráfico Padre un crucifijo de encantadora belleza, que le precedía a dondequiera que fuese, parándose cuando él paraba, adelantándose cuando él se adelantaba. Su brillo y resplandor eran tan refulgentes, que, reflejada su luz en el rostro de Francisco, transformaba todas las cosas circunvecinas a los ojos de Fray León (Actus). ¡Símbolo sorprendente de las luminosas claridades que la Cruz derramaba en el alma de Francisco sobre las realidades invisibles de la fe y las maravillas de la creación! Concluyamos, pues, que la habitual contemplación de la Cruz y el amor a Jesús Crucificado -fuente del ideal de una perfecta imitación de Cristo- son el pensamiento dominante y el sentimiento principal de la espiritualidad franciscana. La piedad de San Francisco es la sublime piedad de los simples y humildes, que el autor de la Imitación define con estas palabras: «Si eres incapaz de especular y contemplar los más profundos misterios, descansa en la Pasión de Jesús y mora de buen grado en sus sacrosantas llagas» (Libro III, c. 1). Que la Pasión de Cristo fue el gran atractivo de las almas devotas durante toda la Edad Media, es una verdad incontestable: «¡Oh, Señor! -exclamaba San Bernardo-, ¿en dónde podrá mi alma hallar consuelo después de haberte visto a Ti suspendido de una cruz?». «Fuera de Jesús -continuaba diciendo-, no hay cosa que me interese; sin Él, la vida carece de sentido. Mi mirada le busca en todas partes, y en todas las cosas le descubre. Y qué, ¿podría por ventura suceder de otra manera?». Y ya antes había dicho San Agustín: «Que Aquel que por vosotros fue clavado en una cruz, permanezca siempre fijo en vuestros corazones». Todo esto es muy cierto; sin embargo, parece ser que desde los días de San Pablo no ha habido santo alguno que más continua y ardorosamente haya contemplado el misterio de la Cruz y haya sido más profundamente conmovido por él, hasta el punto de llevar en su carne los estigmas visibles, ni quien haya llevado más lejos las consecuencias prácticas que de él se derivan como San Francisco de Asís. III. La caridad y la pobreza en la espiritualidad franciscana Mientras que muchos cristianos no ven en la Pasión de Jesús sino lecciones sobre la mortificación corporal, San Francisco descubre en ella una excelente escuela de amor y de desasimiento. De ahí que la caridad y la pobreza sean los medios por él escogidos para realizar su ideal. 1.- La caridad franciscana El Santo quería que entre sus frailes reinara siempre una bondad verdaderamente maternal. «Si la madre -dice en la Regla- cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6; 1 R 9; REr). Él, por su parte, para con todos se muestra manso y humilde, y se acomoda fácilmente al modo de ser de cada uno. «El que era el más santo entre los santos, aparecía como uno más entre los pecadores» (1 Cel 83). Para con estos últimos quería que se usara siempre de grande misericordia. «Ámalos -escribía a un Ministro- más que a mí, para que los atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos» (CtaM). Nada hay más tierno y conmovedor que esta frase, si no es la esquela escrita a Fray León para consolarle en sus penas y animarle en sus desalientos: «Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven» (CtaL). Pocos santos hay que hayan vivido tanto en Dios y para Dios como Francisco, y, sin embargo, pocos se han interesado tanto ni con tanta ternura, indulgencia y compasión como él por las miserias físicas o morales del género humano, no sólo de los amigos o compatriotas, mas también por los desconocidos y hasta por el vagabundo, abandonado y despreciado de todos (2 Cel 22, 83-92, 175-177). «Cualquiera que venga a nuestros frailes -escribe en la primera Regla-, amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7). Y más adelante: «Nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron. Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna» (1 R 22). La conversión de los tres salteadores de Monte Casale es una ilustración conmovedora de este precepto y de la manera generosa y liberal, verdaderamente cristiana, cómo San Francisco entendía el mandamiento del amor (cf. Florecillas 26). Su compasión para con los leprosos toca los límites de la más exquisita delicadeza; no duda comer en la misma escudilla que uno de ellos para reparar un sinsabor que con una palabra suya hubiera podido causarle (LP 64). Para calmar el odio y el deseo de venganza que ruge en el corazón de un pobre campesino, sublevado contra las injusticias de su señor, emplea las palabras más dulces y afectuosas, comparte su dolor y le regala el manto (2 Cel 89). No. Francisco de Asís no prestaba oídos de mercader al Santo Evangelio. Pero en donde más se esforzó el Patriarca de los Menores por practicarlo a la letra fue en lo tocante a la pobreza. 2.- La pobreza seráfica Porque Jesucristo dijo a sus discípulos: «No llevéis oro ni plata, no os preocupéis del día de mañana», Francisco anatematiza el manejo del dinero, que consideraba -según una feliz expresión de Pablo Sabatier- como "el sacramento del mal". Se reduce a sí y a los suyos a la mendicidad, y de ningún modo consiente en que se hagan provisiones para el día de mañana. Renuncia para sí y para su Orden cualquiera especie de propiedad, individual o colectiva, porque Cristo no había tenido ni siquiera una piedra en donde reclinar su cabeza. Los sabios y letrados de la Orden le rogaron que conservara a lo menos una parte de los bienes abandonados por los novicios para proveer a las necesidades de los frailes, que de día en día se iban multiplicando. Así lo practicaban las Órdenes antiguas: la vida en ellas era menos inestable y menos precaria. Francisco se negó. Y, sin embargo, sabemos que conocía a fondo el Santo Evangelio, que lo meditaba asiduamente, retenía en su memoria, indelebles, sus palabras y las rumiaba de continuo en su alma, y que con la mayor perspicacia y sagacidad estudiaba las acciones de Jesús: «En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras» (1 Cel 84; 2 Cel 102). Luego no ignoraba que el Maestro había pagado el tributo al César ni que Judas tenía la bolsa (loculi) común de los Apóstoles (2). ¿Por qué, pues, no prefirió a aquellos textos que aconsejan la más absoluta pobreza estos otros, de los cuales, según parece, pudiera haber deducido un ideal de pobreza más discreto, más razonable, más conforme al justo medio y a la práctica común? Una vez más hallamos la respuesta en la vehemencia de su amor. «Ciertamente -dice San Buenaventura-, quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo» (LM 14,4). El cántico Amor de caritate de Jacopone de Todi, que, a pesar de no ser de San Francisco, está todo él impregnado de su espíritu, le hace hablar así: «Veo en Ti que el saber nos ocultabas, / y sólo amor entreverse podía; / ni de poder muestras ostentabas, / y tu alteza y virtud te desplacía. / Cual fuente copiosa, el amor brotabas: / amor viertes y otra cosa no había. / Tu lengua y ojos sólo amor respiran; / de amor es tu legado, / y con él abrazado, / que mueras todos por el hombre admiran». Tal es el Jesús que Francisco ama apasionadamente, Jesús sufriendo por amor nuestro, abandonado, humillado, empobrecido y despojado de todas las señales e insignias de su sabiduría, de su poder, de su realeza y de su divinidad. Este es el Jesús cuyos rasgos, se empeña él en reproducir. Y por eso la más estricta pobreza pasa a ser su virtud de predilección, precisamente porque por ella imitará mejor las humillaciones, el abandono y el despojo de Jesús Crucificado. El amor ha hecho perder a Francisco la nativa prudencia de hijo de mercader y lo ha entregado a la locura de la Cruz. Y, en efecto, se descubre más de un rasgo de analogía entre el papel que la Cruz representa en la vida de Jesús y lo que en la vida de Francisco significa la pobreza. Así como la Cruz sintetiza todo el misterio de Jesús, así también la pobreza, el ideal franciscano de semejanza a Cristo Crucificado. No habiendo podido Francisco darle la mayor prueba de amor, sacrificando su vida por el martirio para imitar la crucifixión de su Maestro, sacrificó al menos todo cuanto pudo sacrificar mediante la más extrema pobreza. Y de la misma manera que sólo el amor había enclavado a Jesús a la Cruz, así también sólo el amor unió a Francisco con la pobreza. Llámase la pobreza franciscana pobreza seráfica. Y nada más exacto. Porque la pobreza franciscana solamente procede del amor y engendra sólo amor, no la crítica, el anatema o la rebelión, como la repulsiva pobreza de las sectas heréticas o la de aquellos espirituales que más tarde, a fines del siglo XIII, se obstinarán en proclamarse verdaderos discípulos de San Francisco. San Francisco no profesó la pobreza, como los filósofos o anacoretas, por el solo placer de desembarazarse de los cuidados materiales, librarse de la esclavitud de las riquezas o preservarse de sus peligrosas seducciones. Ni la amó como los filántropos cristianos, para cumplir con más larga generosidad las obras de misericordia. Tampoco se vio atraído hacia ella por una idea práctica de ascetismo, de reforma religiosa o de utilidad apostólica. Y esto es precisamente lo que distingue su pobreza de la pobreza adoptada por otros santos. Todas estas consideraciones, muy justas, por otra parte, no pasaban desapercibidas para él, pero eran sólo razones secundarias, y en todo caso no fueron ellas quienes le determinaron. Eran algo así como pruebas de razón que confirmaban las revelaciones del amor. Francisco ama la pobreza solamente porque la pobreza había sido amada por Jesús, «porque Jesús se hizo pobre por nosotros en este mundo», como dice en su segunda Regla (2 R 6,3). Tal es el verdadero móvil de su amor a la pobreza. Ya en la primera Regla había dicho: «Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7), y no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9). Y decía también que «más que los otros religiosos, nosotros debemos sentirnos obligados a imitar los ejemplos de pobreza del Hijo de Dios» (2 Cel 61), y que «la pobreza es virtud regia, pues ha brillado con tales resplandores en el Rey Jesús y en la Reina María» (2 Cel 200). Habiendo observado que, a pesar de haber sido la compañera familiar e inseparable del Hijo de Dios, el mundo la había rechazado, se resolvió a desposarse con ella por un perpetuo amor. Y, en efecto, se unió a la pobreza con una fidelidad inviolable; la miraba como la dama cuyo caballero era él, y la consideraba como la virtud que más amigos nos hace de Jesucristo (2 Cel 200), y como «el camino de la perfección, la prenda y arras de las riquezas eternas» (2 Cel 55), como «el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya primordialmente toda la estructura de la Religión; de suerte que, si se resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de la Orden» (LM 7,2). San Francisco hizo de la pobreza el blasón de su casa y familia (Hugo de Digne). Sobre el amor de San Francisco a la pobreza, véase también: 2 Cel 56, 61, 70, 73, 74, 83 y 85. En un hombre tan apasionado como Francisco por el deseo de seguir paso a paso las huellas de Jesús podría parecer sorprendente esta adhesión tan ciega a una virtud que, al fin y al cabo, sólo nos despoja de los bienes materiales. Pero hay que tener en cuenta que Francisco daba a esta virtud una extensión mucho más amplia y profunda que la que de ordinario se le atribuye. Para él la pobreza evangélica no consiste solamente en la privación o mengua de los bienes terrenos y materiales, sino que personifica el espíritu del total renunciamiento de sí propio y de todas las riquezas, tanto materiales como inmateriales. La humildad, la obediencia, la sencillez y la castidad son en su pensamiento hermanas inseparables, o mejor aún, diversas formas de la pobreza. En un breve comentario al capítulo de las bienaventuranzas: Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5,3), se expresa así: «Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla» (Adm 14). Decía también Francisco: «El que quiera llegar a la cumbre de la virtud de la pobreza debe renunciar no sólo a la prudencia del mundo, sino también -en cierto sentido- a la pericia de las letras, a fin de que, expropiado de tal posesión, pueda adentrarse en las obras del poder del Señor y entregarse desnudo en los brazos del Crucificado, pues nadie abandona perfectamente el siglo mientras en el fondo de su corazón se reserva para sí la bolsa de los propios afectos» (LM 7,2). Y añadía, por ejemplo: «Deja todo lo que posee y pierde su cuerpo el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3). Examinadas a la luz de estos principios las alabanzas tributadas por Francisco a la pobreza, se hallan plenamente justificadas y se comprende asimismo cómo la pobreza es en verdad "el camino de la perfección", puesto que se confunde con el renunciamiento, sin el cual son imposibles tanto la vida sobrenatural como la perfección cristiana. Convencido por esta idea, San Francisco llega hasta prohibir que sus frailes soliciten privilegios, los cuales pudieran ponerlos al abrigo de las tribulaciones, afrentas y sufrimientos que constantemente acechan a los pobres. Y por idéntica razón envió por primera vez los Frailes Menores a España, Francia y Alemania sin cartas de recomendación. ¿Imprevisión?... Sí: imprevisión querida, deliberada, prevista, si así decirse puede. Cierto, Francisco no podía menos de prever las dificultades que sus enviados debían soportar, las humillaciones y los fracasos que les esperaban en países tan diferentes por sus costumbres, por su idioma y por su clima. Pero ¿acaso podía todo esto acobardar a quien había sostenido con Fray León el diálogo de la perfecta alegría, a quien al recibir la noticia del martirio de los cinco mártires de Marruecos había exclamado: «Ahora sí que puedo en verdad decir que tengo cinco verdaderos Hermanos Menores»? Todo esto, así como la inestabilidad y lo precario de las fundaciones y la incertidumbre del día de mañana, ¿no formaba, por ventura, parte esencial de su programa, el cual no era el de fundar sólidos establecimientos, sino el de dar al mundo el desacostumbrado ejemplo de una realización integral del Evangelio que se extendiera hasta la heroicidad de la paciencia en la desnudez, humillaciones y sufrimientos? Y es lo cierto que no se ha comprendido absolutamente nada de la espiritualidad del amable y dulce San Francisco, de su carácter y de su obra, mientras no se haya alcanzado a penetrar este punto heroico de vista: «Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos... Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres y os maldigan... No temáis a aquellos que matan el cuerpo...» Todos estos textos, reunidos en el capítulo 16 de la primera Regla, sus exhortaciones a la alegría en medio de las penas, angustias y tribulaciones del alma y del cuerpo (1 R 17), al amor de quienes colman de malos tratamientos a los frailes (1 R 22) y su Admonición sobre la imitación del Señor que dice: «Consideremos todos los hermanos al Buen Pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas...» (Adm 6); todas estas razones, repetimos, dicen bien a las claras que Francisco no podía de ningún modo consentir en que se solicitaran privilegios para evitar las persecuciones que debían dar la última mano a la semejanza del Fraile Menor con Jesucristo, y a las cuales, lo mismo que a la santa pobreza, está prometido el reino de los cielos (Mt 5,3-12). ¡Ideal superior a las fuerzas humanas, excesos, dirá tal vez alguno, que sobrepasan los límites del justo medio...! ¡Verdaderamente, añadirá, Francisco es un exagerado que no sabe de la discreción ni de la moderación que tan amables se nos hacen en otros santos! Pero solamente pueden hablar así de él y censurarle los que no le comprenden, aquellos para quienes el amor de caridad pide ser tan sabiamente ordenado y tan discretamente calculado que, al fin de cuentas, no viene a ser sino algo así como una fuente tranquila, un fuego que yace debajo de la ceniza. Y el Pobrecillo de Asís amaba locamente a Cristo; su locura era una profunda sabiduría, y sus excesos y exageraciones, la verdadera medida y discreción, porque la medida de amar a Dios consiste en amarlo sin medida. El amor ignora con frecuencia el modo, y se enciende sobre toda medida; desea más de lo que puede realizar y nada juzga imposible (Imitación de Cristo, Lib. III, c. V). Nada hay, pues, menos literal en el sentido estricto de la palabra -notémoslo una vez más- que las ideas de San Francisco sobre la pobreza y la caridad. Su singular predilección por estas dos virtudes no está exenta de la ley general que constituye al amor a Jesús Crucificado en razón última de todos sus actos. Resumen.- El ideal de la vida espiritual propio de San Francisco consiste en la conquista de la imitación de Cristo, centro de toda la creación; imitación llevada a la identidad más perfecta posible de pensamientos, sentimientos y acciones. Este ideal, que se resume y sintetiza en la más absoluta pobreza y en la caridad más liberal y generosa, nace de un amor personal y apasionado a Jesús Crucificado, y este amor radica a su vez en la habitual contemplación del misterio de la Cruz. IV. Caracteres de la espiritualidad de San Francisco Hemos notado ya el carácter objetivo de la piedad y su familiar intimidad con Jesús, dos cualidades que provenían de la naturaleza imaginativa y afectiva del joven Francisco. Además, de su caballerosidad y ardiente amor sobrenatural se le derivaba otro rasgo característico, a saber: la lealtad, la magnanimidad y la actividad. Y, en fin, de la gracia divina recibía todo el conjunto una nota especialísima de humildad y sencillez. 1.- Lealtad, magnanimidad y actividad Era tan delicada la lealtad de San Francisco, que instintivamente sentía un violento horror por la hipocresía (2 Cel 130-132), y exigía, por ende, una armonía perfecta entre el alma y el cuerpo, la vida interior y exterior, los pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica. Lector atento del Evangelio, no había palabras en el libro santo que carecieran de sentido para él. Los consejos de Jesús: Padre nuestro que estás en los cielos... Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón... Amad a vuestros enemigos... Bienaventurados los pobres, los mansos, los pacíficos, los que padecen persecución... Sed sencillos, etc., no pasaban desapercibidos a San Francisco; se esforzaba por comprenderlos tan exactamente como habían sido pronunciados por su Maestro; los engastaba en su corazón, los interpretaba y traducía en la vida práctica con un rigor y un literalismo -pues indudablemente hay literalismo- que no provenían ciertamente de poquedad y estrechez de espíritu, sino más bien de su magnanimidad. El heroísmo de su amor reducía al mínimum la parte de la naturaleza y sus inclinaciones, para el máximum de influencia a la gracia divina y a la caridad (LM 9,4). No le basta a San Francisco conocer las palabras de Jesús; quiere además vivirlas. Comentando aquel texto de San Pablo: «La letra mata y el espíritu vivifica», decía que son muertos por la letra quienes desean estudiar las divinas Escrituras únicamente por parecer más sabios y explicarlas a los otros, pero sin preocuparse de asimilarse su espíritu (Adm 7). No podía entretenerse en coleccionar sublimes pensamientos y complacerse tranquilamente en su hermosura. Era dueño de esa elevada sabiduría que no perfecciona sólo la inteligencia con el conocimiento teórico de las verdades, sino que saborea además lo que conoce, que conoce porque ama y para mejor amar, que tanto y tanto más profundamente conoce cuanto más virtuosamente obra. La ciencia es una realidad y un valor sólo en la proporción que es una luz y una fuerza para obrar. «Tanto sabe el hombre -decía él- cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP 105). Tal es uno de los aforismos más verdaderos y más profundos de este hombre sencillo. Su fiel discípulo, Fray Gil, complacíase en repetir que «no se hace nunca tanto como se cree»; pero San Francisco sentía la imperiosa necesidad de obrar cuanto su fe le dictaba. Era a sus ojos una falta de rectitud y lealtad el predicar a los otros una verdad antes de aplicarla a sí mismo, dando con su conducta un continuo mentís a las sublimes concepciones de su inteligencia o a las conmovedoras exhortaciones de sus labios. Sabía muy bien, puesto que lo había observado, que los hombres son de ordinario muy lentos en ejecutar sus resoluciones y naturalmente inclinados a agotarse en palabras, creyendo que se ha hecho cuanto debía hacerse desde el momento que se han enunciado algunos admirables pensamientos y narrado las brillantes acciones de los antepasados. Horrorizábase al considerar que el ejercicio de la palabra llega a agotar tan fácilmente todas las actividades y energías de algunos hombres, que apenas conservan una partecilla para el ejercicio de la virtud. Contra tan general defecto reaccionó él con todas sus fuerzas, y expresó en cierta ocasión, valiéndose de este vigoroso apóstrofe, el horror que semejante deslealtad le causaba: «El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los paladines y valientes guerreros, que fueron esforzados en el combate, persiguieron a los infieles hasta la muerte, sin ahorrar sudores y fatigas, y consiguieron sobre ellos una victoria gloriosa y memorable; y, por fin, los mismos santos mártires murieron en la lucha por la fe de Cristo. Son muchos los que buscan el honor y la alabanza de los hombres por la sola narración de estas gestas que aquéllos realizaron» (LP 103). Idéntico pensamiento se halla en su Admonición VI: «Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor». Además de la armonía entre los pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica, la lealtad de Francisco exige también la actividad, es decir, que le hace pronto y generoso en la acción: no sufre dilación en el cumplimiento de sus promesas ni demora en la ejecución de los consejos del Salvador, que le habla desde lo alto de la Cruz o desde el Santo Evangelio. Es tal su carácter, que no puede descansar, y sufre en tanto no ve ejecutado lo que su mente ha concebido (1 Cel 6). Por donde se ve que, siendo idealista y místico, es al propio tiempo un gran hombre de acción. No se contenta con deseos ni veleidades, ni promesas, ni aun con algún que otro movimiento inicial. Al contrario, no satisfecho nunca de los resultados adquiridos, mira siempre adelante, anhela siempre nuevos progresos y aspira siempre a la inmolación cada vez más perfecta de sí mismo. La actividad y el ardor que antes revelara en el desempeño del negocio de su padre, en los juegos y diversiones y en aventuras belicosas, los emplea ahora en el servicio de Dios. Desde el momento en que, abdicadas las cosas caducas y perecederas de 1a tierra, se unió en íntimo abrazo con el Señor, jamás permitió que una partecilla de su tiempo se perdiera. Y a pesar de haber ya depositado en los tesoros de Dios muy abundantes méritos, sentíase siempre -cual si fuera un novicio- con nuevos bríos y más puntual en los ejercicios espirituales: «siempre con el mismo ánimo que al principio, cada vez más dispuesto a ejercitarse en las cosas del espíritu», considerando que es volver atrás el no caminar siempre adelante (2 Cel 159; LM 5,1). No hay prueba mayor de amor, ha dicho el Divino Maestro, que la de dar la vida por aquel a quien se ama. Tres veces intentó Francisco dar esta prueba suprema de amor y tres veces fracasó en su intento; pero nada disminuyó por ello su celo, antes no cesó nunca de desear con renovado ardor cuanto podía ser más agradable al Rey eterno, de buscar con curiosidad de qué manera y por qué medios o deseos podía unirse más perfecta e íntimamente con Dios (1 Cel 91). Enjoyado con los cinco rubíes de las llagas, consumado en gracia delante de Dios, y de todos venerado, soñaba aún en comenzar obras más perfectas y planeaba grandiosos proyectos: volver a la humildad de los primeros días de su conversión, consagrarse de nuevo al servicio de los leprosos... «Comencemos, hermanos -decía-, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado» (1 Cel 103). Ni aun al fin de su vida, destrozado ya todo su cuerpo por la penitencia y la mortificación, suspendió la marcha ascendente hacia la perfección ni aflojó el rigor de la disciplina (2 Cel 210). «Y yo trabajaba con mis manos -dice en su Testamento-, y quiero trabajar aún». No parece sino que su alma se hacía cada día más activa, más alerta y más alegre, a medida que su cuerpo se sentía más débil y agobiado (1 Cel 98). 2.- Humildad y sencillez Fue en virtud de una señaladísima prerrogativa de la gracia -pues no era simple por naturaleza (1 Cel 58)- que el Pobrecillo de Asís alcanzase esa simplicidad que va derechamente a la esencia de la vida espiritual, esto es, a la imitación de Cristo, hallando de este modo el motivo más poderoso para realizarla, al propio tiempo que el verdadero medio para combatir todo afecto desordenado: el amor de Dios. A don tan singular lo había preparado la gracia; excitando en su alma una fe tan viva que la más ligera sombra de duda no logró nunca empañar, le había comunicado el más perfecto conocimiento de sí propio y le había colocado en la humilde postura del publicano que repite sin cesar la plegaria: «Señor, tened piedad de mí, pobre pecador» (1 Cel 26). Durante todo el curso de su vida conservó Francisco esta actitud de humildad. Mejor que nadie sabía él la parte y los méritos que a la voluntad humana competen en la perfección. Por experiencia propia sabía a qué heroicos esfuerzos debe obligarse y a qué sangrientas pruebas someterse. Con todo, jamás le vino al pensamiento la idea de que la victoria sobre sí mismo se debe atribuir al solo esfuerzo humano, por profundas que sean las consideraciones de la inteligencia y enérgicas las resoluciones de la voluntad. ¡Conocía demasiado bien la debilidad de nuestra naturaleza y la fuerza de su inclinación al mal! Penetrado como estaba de estas verdades, San Francisco no podía vanagloriarse de nada. «Considera, oh hombre -decía-, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios, porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a su semejanza según el espíritu. Y todas las criaturas que hay bajo el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú... ¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte? Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia..., nada te pertenece, y no puedes en absoluto gloriarte de nada; por el contrario, en esto podemos gloriarnos: en nuestras enfermedades y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 5). Ni la magnitud de las gracias recibidas, ni los prodigios por él obrados, ni la veneración de que las gentes le rodeaban, fueron parte para disminuir sus sentimientos de humildad; antes bien, mantuvieron siempre en su espíritu el temor de ser infiel o ingrato para con un Dios que tan bondadoso era con él. A quienes en vida le canonizaban solía responder: «No queráis alabarme como a quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas». Y a sí mismo se decía: «Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú» (2 Cel 133; cf. 1 Cel 53 ss.; 2 Cel 123, 134, 140, 142; Florecillas 9). Prevenía a sus discípulos contra los ataques de la vanagloria, recordándoles a menudo «que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos... Y sepamos firmemente -añadía- que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados» (1 R 17), «porque nosotros, por nuestra culpa, somos contrarios al bien, pero prontos y voluntariosos para el mal» (1 R 22). Con mayor vehemencia todavía, con todo el fuego y ardor de su alma, los exhortaba a ser siempre reconocidos a los beneficios divinos, a ajustar su conducta a las palabras y ejemplos de Jesucristo, a seguir sus huellas y a separar con energía de sus corazones cuanto pudiera apagar en ellos el fuego del amor divino. San Francisco consideraba también la meditación y la oración como una gracia de capital importancia. Afirmaba que la gracia de 1a oración es sobre toda otra deseable, y que sin ella es imposible dar un paso en el servicio divino. Todas las otras cosas y ocupaciones de este mundo, aun las más recomendables y dignas de loa, deben subordinarse a ella; todavía más: deben contribuir a conservar «el espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5; LM 11,1). Por causa de la oración no dudaba moderar sus austeridades corporales, él, que tan vigilante se mostraba en la mortificación de los sentidos. La oración constituía además toda su dicha y todo su consuelo; ella le transportaba cerca del Amado, del que sólo le separaba el quebradizo tabique de su cuerpo; ella era su refugio, y ninguna empresa acometía sin haber antes acudido a Dios y depositado en Él todos sus pensamientos; ella ocupaba todo su tiempo, por trabajosas que sus ocupaciones fueran, y a ella se dedicaba en cuerpo y alma" (1 Cel 71; 2 Cel 94; LM 10,1). «Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95). Para consagrarse a ella con mayor holgura buscaba ávidamente la soledad y el silencio y se abandonaba luego a todas las efusiones de su amor (2 Cel 95; LM 10,3). Tomás de Celano nos ha dejado escritas en sus Vidas las ingenuas industrias de que el Seráfico Padre se servía para fabricarse una soledad artificial y ocultar las visitas de la gracia (2 Cel 94 y 99). Después de la oración daba humildemente gracias al Todopoderoso por los regalos, dulzuras y consuelos que, no obstante su indignidad, se había dignado otorgarle, y suplicábale se los guardara Él en depósito, «porque yo -decía- soy un ladrón de vuestros tesoros». El razonamiento, el encadenamiento continuo y lógico de las ideas, parece ser que ocuparon un lugar muy limitado en su oración. Conforme a su naturaleza intuitiva, San Francisco pensaba -como dicen los psicólogos- más por contigüidad que por continuidad. Para hacer de todo su corazón un múltiple holocausto se presentaba bajo muy variados aspectos a Aquel que es soberanamente simple, y su alma se dirigía a Dios considerándolo como juez, como padre, como amigo o como esposo (2 Cel 95). Otras veces repetía sin cesar unas mismas palabras, cuyo sentido no llegaba nunca a agotar: «¡Dios mío y mi todo!... ¡Quién sois Vos, Señor, y quién soy yo, pobre gusanillo!... ¡Yo quisiera amaros!...» Mas el objeto principal de sus místicas elevaciones e interiores coloquios era -como fácilmente se adivina- el objeto mismo de su pensamiento dominante: el misterio de la Pasión de Jesús, que le elevaba hacia las cumbres de la vida mística (2 Cel 98; LM 10,2). En posesión del amor de Dios por la sencillísima senda de 1a humildad, de la oración y de la contemplación habitual del misterio de la Cruz, por el cual se veía especialísimamente favorecida su alma, Francisco de Asís se adhiere deliberadamente a seguir e imitar a Jesús. Este fue -como ya dijimos- su ideal. Por eso él no siente la necesidad de buscar otros modelos ni quiere otro maestro en el camino de la perfección que Jesús, ni otro tratado de vida espiritual que el Santo Evangelio. «Y después que el Señor me dio hermanos -dice en su Testamento-, nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio». El santo joven de Asís, simple y poco versado en las letras humanas, desconoce los tratados y libros de espiritualidad, en los que los santos y doctores de los pasados siglos han acumulado los resultados de sus experiencias personales, expuesto la naturaleza de la perfección y descrito sus diferentes grados. Y no sólo los ignoraba, pero -y no es ésta la menor de sus originalidades- ni parece haberse preocupado mucho por conocerlos. A quienes le recordaban los ejemplos de los antepasados (2 Cel 188) y proponían los viejos moldes de la vida religiosa, respondía escuetamente que él se atenía a lo que había recibido del Señor (LP 18). Tenía bastante con el Santo Evangelio (1 Cel 32; 2 Cel 216). ¿Y a qué tanto filosofar, discutir, calcular y analizar? ¿Acaso no le bastaba asimilarse el pensamiento de Jesús y hacer del espíritu de Jesús su propio espíritu?... Francisco no pide ningún comentario ni ninguna interpretación que pudieran acortar o restringir el alcance de las enseñanzas de su Maestro y adaptarlas así a su debilidad mediante una moderación que, con ser y todo muy razonable, sería al mismo tiempo irreconciliable con su amor sin medida. Contemplando en el Evangelio las acciones de Jesús, sabe de antemano e implícitamente todo cuanto los doctores enseñan. No se entretiene a escuchar la lectura de las Colaciones de Casiano ni a subir los peldaños de la Scala Paradisi de San Juan Clímaco, libros tan saboreados en la Edad Media. Y no es que San Francisco niegue la utilidad de estos arroyos que derraman la fertilidad en la Iglesia. Pero él prefiere ir derechamente a la fuente pura y al foco de toda santidad, sin pararse en los espejos que reflejan su luz. No necesita aprender de ningún maestro cuáles son los grados de la humildad, de la paciencia, de la obediencia, etc., puesto que ve hasta qué grado Jesús las ha practicado. ¿Y acaso su corazón no le impulsaba a buscar únicamente la mayor semejanza posible con Él, sin preocuparse demasiado de lo que han dicho o hecho los santos de las edades pasadas? Esto no quiere decir que los menospreciara, antes bien, los respetaba y veneraba sus reliquias. Pero convengamos en que, después de todo, sus doctrinas, por luminosas que sean, distan mucho de igualar a las del Divino Maestro. Gustoso hubiera suscrito el Pobrecillo estas palabras del autor de la Imitación: «La doctrina de Jesucristo es más excelente que la de los santos. Me Aburro a veces de leer y oír tantas cosas. En Vos, Señor, encuentro todo cuanto quiero y deseo. Cállense todos los doctores; guarden silencio ante Vos todas las criaturas y habladme Vos solo» (Lib. I, cc. 1 y 3). Por otra parte, suyas son estas palabras dirigidas en cierta ocasión a un hermano que para consolarle en sus aflicciones quería leerle las Sagradas Escrituras: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Por lo anteriormente dicho se ve que San Francisco excluye todo maestro, guía o modelo que no sea Jesús; pero no excluye la vigilancia, el control o la aprobación de la Iglesia, antes la solicita con docilidad, consultando sucesivamente al humilde sacerdote de San Damián, al Obispo de Asís, al Cardenal Juan de San Pablo, a Inocencio III, al Cardenal Hugolino, Honorio III y tantos otros personajes venerables que le rodean y asisten con sus consejos. Véase la Carta de Jacobo de Vitry de 1216. San Francisco no estaba exento del combate espiritual ni de una vigilancia continua sobre vicios e imperfecciones. Él los discierne a maravilla (1 Cel 51), y la lucha entablada contra ellos dura tanto cuanto su vida. Largas y dolorosas fueron las tentaciones que tuvo que sufrir (2 Cel 115; LM 10,3). Los demonios le atormentaban de mil diversas maneras, mas él los ponía en fuga sólo con decir que ellos eran los enviados de la justicia divina para ayudarle a tomar venganza de su cuerpo (2 Cel 120 y 122). Pero más formidable que los demonios le parecía la carne, que él consideraba como el mayor enemigo del hombre (2 Cel 21, 116, 134; 1 R 10, 17, 22). Insistía a menudo sobre esta idea y de ella sacaba consecuencias prácticas, como ayunos frecuentes y rigurosísimas penitencias (LM 5; 2 Cel 21-22), que aseguraron a su alma un dominio indiscutible sobre el cuerpo (1 Cel 97). Pero San Francisco no soñaba en desarraigar los vicios uno a uno para plantar en su lugar una a una las virtudes. La floración de éstas y la extirpación de aquellos se obraba en su alma simultáneamente, y las diversas operaciones de las vías purgativa, iluminativa y unitiva, que el análisis psicológico distingue en el trabajo de la perfección cristiana, las cumplía él con facilidad y alegría de una manera sintética por el solo hecho de buscar únicamente la semejanza con Cristo, de obrar sólo por amor y de que el total renunciamiento de la pobreza, desasiéndolo de todo, le colocaba inmediatamente en el estado de alma, esencial para salir victorioso en los combates. Resumen.- De suerte que el amor de Dios no es solamente el término y la corona de la espiritualidad de San Francisco, sino también el principio y la base de la misma; no es solamente el resultado, el fruto y la recompensa de la victoria lograda sobre sí: es, ante todo y sobre todo, su instrumento. De la vida espiritual de San Francisco de Asís, obra maestra de la gracia divina y triunfo del amor de Dios, se desprende con una claridad y un relieve más sorprendente tal vez que en la de ningún otro santo, esta espiritualidad simplicísima que atribuye a la gracia -y a la oración que nos la obtiene- el puesto principal en la labor de la perfección; que reduce todas las operaciones de la vida interior y toda la estrategia sabia y complicada entre vicios y virtudes a un solo acto, la conquista de la más perfecta semejanza y de la más íntima unión con Cristo por un solo motivo -el más poderoso-: el amor de Dios, y que, finalmente, exige una sola condición para adquirir el amor de Dios, a saber, la plegaria humilde en la meditación habitual de la Pasión de Jesucristo. V. Frutos de la espiritualidad franciscana 1.- La alegría El primero de los frutos de la espiritualidad franciscana es la alegría. La alegría se nos presenta en la vida de San Francisco bajo un doble aspecto: como medio y como expansión de la vida interior; es sucesivamente causa y efecto. San Francisco veía en la tristeza -verdadera anemia espiritual- la prueba de la tibieza y flojedad de un alma; la llamaba "mal de Babilonia", mal de reprobados, mal que el demonio insinúa con habilidad y astucia en las almas. El siervo de Dios, decía el Santo, debe poner todo su empeño en conservar su alegría y en recurrir a la oración para recobrarla una vez perdida (2 Cel 125 y 128). Pero no toda alegría era de buena ley para el Seráfico Padre. La que procede de la vanagloria (2 Cel 130), la que se prodiga en palabras ociosas y provoca la risa, no le parecía menos odiosa que la misma tristeza (Adm 21). La alegría preconizada por San Francisco es un fervor de espíritu, una prontitud y una disposición de cuerpo y alma para hacer con gusto y contento todo el bien que esté a nuestro alcance. Esta alegría es el más seguro remedio contra las mil astucias del enemigo, y provoca a practicar el bien a cuantos de ella son testigos, mientras que el bien hecho sin este buen humor no puede menos de entorpecer y retardar el impulso de cuantos nos rodean, sembrando la duda en sus corazones (2 Cel 125). No conviene, por tanto, al siervo de Dios estar triste, y por eso el Patriarca de los Menores escribió en su primera Regla este aviso: «Guárdense los hermanos de manifestarse externamente tristes e hipócritas sombríos; manifiéstense, por el contrario, gozosos en el Señor, y alegres y convenientemente amables» (1 R 7; 2 Cel 128). De suerte que la alegría de San Francisco es primeramente sistemática y voluntaria, y asegura luego la victoria del espíritu sobre la carne. Esta es la perfecta alegría enseñada a Fray León y el primer fruto de la espiritualidad, cuyo fundamento es la abnegación total por medio de la pobreza. La pobreza, entendida como San Francisco la entendía, rigurosamente practicada y amada con fidelidad, no por sí misma, sino por Jesús y a imitación de Jesús, mantenía su alma en ese estado de renunciamiento que consiste en anteponer Dios a todo lo que no sea Él, y la colocaba en el solo punto de vista verdadero: el de la eternidad, dándole el único verdadero sentido de la vida, según el cual ésta es sólo un paso sobre la tierra, o, como decía el Santo, una peregrinación y un destierro. «Nada quería, en las mesas y en las vasijas, que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran de peregrinación, de destierro» (2 Cel 60; 165). La pobreza rompía así en el alma de Francisco con la esclavitud de las pasiones y del egoísmo natural; ella exorciza y conjura además a la creación entera, que cumple entonces su verdadera misión: la de conducir los hombres al Creador. Pues sabido es que las criaturas son lazos de perdición, sobre todo a causa del goce egoísta que las almas carnales quieren hallar en ellas. San Francisco, libre de todos estos obstáculos, se entrega de lleno a Dios. Nada hay en el universo mundo, desde los ángeles del empíreo hasta la hierbecilla de los campos, que no sea para él objeto de amor y admiración: los colores y perfumes de las flores, los esplendores de la luz y del día, la serenidad de las noches estrelladas, las caricias de los vientos, el murmullo de las fuentes y el vibrar de las llamas, la sombra de las florestas, la majestad de las montañas, la opulencia de trigales y viñedos, arróbanlo en el éxtasis. Su sensibilidad ha conservado toda la finura de los días de su adolescencia. El mundo, que era para él con frecuencia campo de batalla contra los príncipes de las tinieblas, era siempre purísimo espejo de la soberana bondad de Dios. Por doquier seguía a su Amado en las huellas impresas en la creación y percibía el concierto celeste que se eleva del universo entero, cantado por boca de las criaturas: «El que nos ha hecho es el mejor» (2 Cel 165; LM 4,1). 2.- El optimismo Francisco se deleita en las magnificencias y en los encantos de la naturaleza, aunque sin detenerse en ellos, tanto como el más refinado de los estetas o diletantes. Remontándose hasta la primera causa de las cosas, consideraba todos los seres como salidos del seno paternal de Dios, y esta comunidad de origen establecía a sus ojos una verdadera fraternidad y engendraba en su corazón tal ternura que le obligaba a amar y venerar la vida por doquier. En este estado, gustaba la alegría del alma que ha conquistado el dominio sobre todas las potencias, la paz interior, la libertad de su vuelo hacia el Dios "todo deseable", a quien, desasido ya de todo, podía dirigir estas dulcísimas palabras: «Padre nuestro que estás en los cielos». A partir de este momento, nada ni nadie podrá turbar su optimismo, basado en un profundo conocimiento de la paternidad divina, en una confianza y abandono verdaderamente filiales y en un tierno reconocimiento. Sus acciones, encantadoramente espontáneas, sus graciosas ingenuidades, sus originales exuberancias, que traen la sonrisa a nuestros labios y nos tientan a considerarlas como excesos o niñerías, por ejemplo, las pruebas impuestas a Fray Maseo (Florecillas 11-13), sus sermones a las avecillas, su compasión por los corderillos que son llevados al matadero, su veneración para todo cuanto refleja beldad y hermosura, y el nombre de "hermano" dado a todas las criaturas -y hasta a la misma muerte-, son, ora la manifestación de la embriaguez divina que se desbordaba en su corazón, ora un medio de reaccionar contra la depravada naturaleza, ora la expresión conmovedora del sentimiento de fraternidad universal, que en el momento mismo de ser hostigado de tentaciones, colmado de enfermedades y casi ciego, pone en sus labios el admirable Cántico del Hermano Sol. Más bien que sonreír de sus cándidas efusiones y de sus pueriles y superfluos cuidados, digamos con su biógrafo Tomás de Celano: «Y ahora, ¡oh buen Jesús!, a una con los ángeles, te proclama admirable quien, viviendo en la tierra, te predicaba amable a todas las criaturas» (1 Cel 81). 3.- La paz Llegado San Francisco a esta elevación de miras, no podía menos de ser muy amablemente bueno. Joven fundador, impone a sus seguidores la más estrecha y rigurosa disciplina, pero sabe hablarles tan al corazón que ellos le llaman con el dulce nombre de madre -mater carissima- (2 Cel 137). Lleno de condescendencia y tacto para con sus debilidades y enfermedades (2 Cel 176), los trata con tan exquisita delicadeza que al principio toma solo a su cargo el humillante oficio de pedir la limosna (2 Cel 74). Hemos dicho ya con qué gran liberalidad y comprensión interpretaba el mandamiento de la caridad evangélica. Por eso él, que era simple y estaba sediento de unidad, sufría sobremanera al ver al mundo agitado y revuelto por el desorden de las querellas, de la envidia, de los celos, del odio. El duelo perpetuo entre el rico y el pobre traspasaba cruelmente su corazón. Hubiera querido establecer por doquier entre los hombres la paz y la armonía que contemplaba en la naturaleza material. Las primeras palabras de sus sermones eran siempre: «El Señor os dé su paz» (1 Cel 23), y cada vez que sus discípulos entraban en una casa debían saludar diciendo: «¡La paz sea en esta casa!» (2 R 3). Les decía también: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia» (TC 58). Y las ciudades por donde pasó son testigos de su deseo de pacificación universal (2 Cel 108; LP 84). Y una estrofa del Cántico del Hermano Sol está dedicada a celebrar la paz que sus frailes debían predicar por todas partes. Francisco experimentaba la alegría y el consuelo de verla florecer por dondequiera que pasara, no interponiéndose como árbitro entre los beligerantes, sino atrayendo con dulzura las almas al amor de Dios, al perdón de las injurias, al recuerdo de su sublime vocación y al ejemplo de Cristo Jesús: «Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, / y soportan enfermedad y tribulación. / Bienaventurados aquellos que las soporten en paz, / porque por ti, Altísimo, coronados serán». Resumen.- La piedad de San Francisco de Asís, flor maravillosa brotada al pie de la Cruz, toma su brillo purpúreo y su perfume fuerte y suave del fervor del amor divino nacido de la gracia y de los dones de exquisita sensibilidad y de inteligencia límpida de que le dotara la naturaleza. Caracteres de esta piedad son: primero, la fuente de donde principalmente brotaba su tierna familiaridad con Jesús y su amor vehemente hacia Dios y los hombres, es decir, la contemplación asidua del misterio de la Cruz; luego, el ideal nacido de este amor, ideal en el que la pobreza más extrema ocupa el primer lugar y conduce el alma a la imitación de Cristo por una semejanza íntima y perfecta con Él en su vida activa y contemplativa, humilde, pobre y paciente; después, la manera personal de realizar este ideal, manera simple, objetiva, leal, activa y alegre, o en otros términos, optimista y llena de animación y entusiasmo; y finalmente, los frutos de alegría, de serenidad, de libertad, de paz y universal amor que abundan en su alma. * * * NOTAS: 1) La idea de la conformidad entre San Francisco y Jesucristo no es original de San Buenaventura, se halla ya en la Vida primera de Tomás de Celano (1 Cel 84, 112, 115), así como también en la Bula de canonización (19 de julio de 1228). La tradición ha conservado fielmente este rasgo distintivo de la piedad de San Francisco. Salimbene dice en su Crónica que había compuesto un tratado sobre las semejanzas de San Francisco con Jesucristo. Más tarde los Actus notan también este rasgo (cf. Florecillas 1). En el siglo XIV Bartolomé de Pisa desarrolló y exageró este mismo tema en su voluminosa obra de las Conformidades (AF IV-V). 2) Los dos textos en que el Evangelio (Jn 12,6 y 13,29) habla de loculi serán invocados más tarde por los doctores de la Universidad de París para probar que la pobreza franciscana es contraria a las enseñanzas y a la práctica de Jesús. San Francisco no desconocía dichos textos, pero él veía en ellos una razón para considerar al Fraile Menor que poseyera una bolsa -loculos habente- como un "falso fraile", un ladrón y un Judas (1 R 8,7). Además, al describir el retrato del perfecto Ministro General, quiere que éste deteste el dinero y nunca use indebidamente de él: Nullis unquam loculis abutatur (2 Cel 185). Gratien de París, O.F.M.Cap., La espiritualidad de San Francisco, en Idem, S. Francisco de Asís. Su personalidad. Su espiritualidad. Madrid, Ed. Bruno del Amo, 1932, pp. 75-137. PERSONALIDAD DE SAN FRANCISCO DE ASÍS
PRESENCIA Y ACCIÓN MISIONERA[1] En la alta Edad Media los pueblos de Europa habían sido evangelizados y civilizados por los monjes mediante el monasterio y desde el monasterio. Aquella labor de integración cristiana había dado como resultado la Christianitas, ciudad de Dios en la tierra, que se configuraba como un todo compacto, social y religioso, a favor de la estructura feudal y bajo la autoridad unificante del reino y del sacerdocio, emperador y papa. Al interior de la Cristiandad no cabía nadie que no profesara la fe católica; la herejía era un atentado contra la base misma de esa sociedad. Fuera de las fronteras de la Cristiandad estaban los infieles; convertir era sinónimo de conquistar. Entre los infieles, extendidos a las puertas mismas de Europa como una amenaza constante, se hallaban los sarracenos, otro bloque social y religioso. La Cruz y la Media Luna eran las enseñas de dos mundos que se excluían recíprocamente. Cuando Francisco hace su aparición con su programa de paz, la idea de la Cristiandad ha llegado a su formulación culminante bajo el papa Inocencio III; más de un siglo de cruzada ha servido para dar cohesión a los dos bloques, enconándolos en su antagonismo, pero también para hacerlos conocerse mutuamente. Y Francisco capta en el sentir del pueblo cristiano, sobre todo en aquel nuevo pueblo de comerciantes y artesanos, que tiene que haber otro lenguaje que no sea el de las armas entre gentes que creen en el Dios Altísimo. Comenzaba, en efecto, a perder popularidad la cruzada militar.
SIGNIFICADO DE LOS VIAJES DE FRANCISCO Sorprende la rapidez con que Francisco fue adquiriendo conciencia del destino de la fraternidad en un radio de acción cada vez más universal. El hecho de haber descubierto su vocación evangélica a la lectura de la página de la misión, le hizo ver cada vez más el mundo entero como el campo de la vida y del mensaje de los hermanos menores, «salidos del mundo» y aligerados de los bienes de la tierra precisamente para «ir por el mundo» o, como escribirá al final de su vida en la carta a la Orden, «enviados al mundo entero para dar testimonio, de palabra y de obra, de la voz de Dios» ante todos los hombres (CtaO 9). Debió de ser a fines de 1212 cuando el fundador intentó por primera vez encaminarse al Oriente, cuando la fraternidad contaba tres años de existencia. El viaje fracasó. Siguió otro intento, al año siguiente, por la vía de Occidente, para ver de acercarse a los moros de España, recién derrotados por los príncipes cristianos en la importante batalla de las Navas de Tolosa. Nuevo fracaso: enfermó y hubo de regresar a Italia (1 Cel 55-56). Por fin, en 1219, Francisco logró que la fraternidad, reunida en capítulo, programara en serio la evangelización de los infieles. Se formaron cuatro grupos de misioneros; tres de ellos tenían como destino llevar el mensaje de paz a los tres frente donde entonces se localizaba la contienda de cristianos y musulmanes: uno tomaría la ruta de Marruecos a través de España; el otro, dirigido por Elías, se dirigiría a Siria; y el tercero, bajo la guía personal de Francisco, atravesaría el mar hacia Egipto, donde el ejército cristiano tenía sitiada Damietta. El cuarto grupo, dirigido por el hermano Gil, tenía como objetivo el centro mercantil de Túnez. Puede afirmarse que ningún hecho de la vida del santo está tan abundantemente documentado ni tan objetivamente atestiguado como la visita al sultán Melek-el-Kamel. Además de Celano, Jordán de Giano y san Buenaventura, que tuvo como informador a fray Iluminado, compañero de viaje de Francisco en esa ocasión, han dejado relatos particularizados dos testigos presenciales extraños a la Orden: el obispo Jacobo de Vitry y el cronista Ernoul.[2] Para comprender el sentido de los viajes misioneros de Francisco, en especial su encuentro con el Sultán, hay que prescindir tanto de la interpretación dada por los biógrafos de la Orden, que lo presentan como un fracaso, ya que el santo no logró ni convertir al soberano musulmán ni conseguir el martirio, como asimismo de la interpretación en clave de cruzada, presente en las otras fuentes; hay que dejar de lado, además, los complementos legendarios. Y lo que queda es la sucesión de los hechos en sí mismos.[3] Fiel a su consigna minorítica de no prevalerse de recomendaciones ni de cartas de protección, Francisco no va entre los infieles en nombre de nadie, no lleva embajada alguna ni de papa ni de rey. El cardenal Pelagio, que acababa de llegar como legado del papa con un ejército de refuerzo, lejos de apoyarle en su intento, le encareció que tuviera cuidado de no comprometer los intereses de la Cristiandad. Va él mismo, como hombre, como cristiano. «¡Soy cristiano, llevadme a vuestro Señor!», dice a los soldados del sultán cuando le echan mano. Y se presenta ante el soberano como ante un hombre, que tiene otra fe, sin tener en cuenta que se trata del jefe del otro bloque enemigo, sin acomplejarse ante el fausto oriental de que se halla rodeado; y entabla el diálogo de hombre a hombre, persuadido de que el sultán, como cualquier otro hombre, busca con rectitud el camino de la salvación. Todas las fuentes concuerdan en el éxito fundamental de la visita: Francisco se ganó la simpatía y el afecto del sultán. Jacobo de Vitry añade que, al despedirle con todos los honores, le dijo: «Ruega por mí, para que Dios se digne revelarme la ley y la fe que más le agrada».[4] Francisco no regresó a Italia con la impresión de que su aventura inaudita hubiera sido un fracaso. Queda, ante todo, el valor simbólico del hecho en sí mismo, como testimonio profético de reconciliación y de paz. El verdadero éxito fue el haber sintonizado espiritualmente con ese jefe musulmán que, como atestiguan las fuentes cristianas, «era de condición suave y pacifica». A una crónica árabe debemos la noticia de que Melek-el-Kamel experimentó un fuerte cambio en sus sentimientos, bajo el influjo de un monje de gran santidad por nombre Fakr-el-Din Farisi (no es difícil ver en este nombre una deformación de Francesco d'Assisi).[5] Las negociaciones entabladas entre el sultán y el rey de Jerusalén Juan de Brienne, jefe militar de los cruzados, pudieron ser otro de los resultados del viaje de Francisco. Este rey se hizo más tarde hermano menor.[6] Al regreso, Francisco trajo consigo, además de la gracia de una nueva dolencia -el tracoma en los ojos que lo atormentaría hasta la muerte-, el descubrimiento de valores religiosos entre los seguidores de Mahoma. Había cosas que podían servir de modelo a los cristianos, por ejemplo aquel postrarse en adoración varias veces al día a la voz del muecín desde lo alto de los alminares. En efecto, se hizo promotor, entre los gobernantes, de la práctica de invitar a todo el pueblo cristiano, en horas determinadas, a son de campana o por medio de pregón, a tributar alabanzas a Dios (CtaA 7-8; 1CtaCus 8).
EL CAPÍTULO DE LA REGLA El capítulo dieciséis de la Regla no bulada, añadido por el fundador en la redacción de 1221, puede considerarse como el resultado de las cuatro experiencias misioneras enumeradas. Cada una aportó lecciones útiles para el futuro. El grupo llegado a Túnez fue obligado a reembarcar inmediatamente por los mismos cristianos de la alfóndega, que no querían tener problemas con los musulmanes.[7] Los cinco destinados a Marruecos, en su afán de conseguir el martirio, apenas llegados a Sevilla comenzaron a despreciar el culto islámico y a insultar a Mahoma; fueron maltratados y encarcelados, pero lograron ser encaminados a la capital de Marruecos, cuyo soberano Abu-Yacub, Emir-el-Mumenim, finalmente los hizo decapitar el 16 de enero de 1220. Al tener noticia Francisco de su martirio, exclamó: «¡Ahora puedo decir con verdad que tengo cinco verdaderos hermanos menores!» Pero luego desaprobó el relato del martirio, a motivo de los elogios que en él se hacían de su persona.[8] La misión de Siria echó raíces sin dificultad en las tierras controladas por los cruzados; los misioneros no tardarían en entablar el diálogo ecuménico con las Iglesias orientales con buenos resultados. Además de la propia experiencia de su viaje a Oriente, Francisco tuvo en cuenta la de sus compañeros, más bien negativa. En efecto, Jacobo de Vitry refiere que, mientras el santo era objeto de las atenciones del sultán, otros hermanos menores predicaban a los sarracenos en la zona ocupada por los cruzados: «Los sarracenos suelen escuchar gustosamente la predicación de los hermanos menores cuando se limitan a exponer la fe de Cristo y la doctrina del Evangelio; pero desde el punto en que en su predicación condenan abiertamente a Mahoma como a mentiroso y pérfido, esto ya no lo soportan, y los azotan sin piedad...».[9] Todo esto sirvió al fundador para precisar en la Regla la finalidad de la misión, el sentido de la vocación misionera y la metodología pastoral que debía seguirse con los infieles. 1. La misión en sentido franciscano.- El capítulo dieciséis de la Regla primera ha sido colocado a continuación de las normas que indican a los hermanos «cómo deben ir por el mundo». En la mente del fundador, efectivamente, la misión de ir entre los sarracenos y otros infieles entra en la lógica del destino general de los hermanos menores, enviados a todos los hombres. 2. La vocación misionera.- Al igual que la común vocación evangélica, también la gracia de ir entre los infieles procede de inspiración divina, como se dice en la Regla bulada; se trata de un llamamiento especial, que da al hermano un verdadero derecho a realizarlo, de tal manera que al ministro solamente incumbe verificar si el candidato es «idóneo para ser enviado»; en caso afirmativo, no puede negarle el permiso. Francisco «consideraba máxima obediencia, y en la que nada tendrían la carne y la sangre, aquella en la que por divina inspiración se va entre los infieles, sea para ganar al prójimo, sea por deseo de martirio. Estimaba muy acepto a Dios pedir esta obediencia» (2 Cel 152). 3. Medio fundamental, el testimonio cristiano.- Francisco establece dos tiempos en la metodología misionera de los hermanos. Ante todo, en ambos momentos, se trata de vivir espiritualmente entre ellos. Conocemos ya el sentido del adverbio «espiritualmente» en la terminología del santo; es la aplicación concreta de la opción fundamental de «vivir entre los hombres» (véase el capítulo 14). El primer tiempo no es otra cosa en realidad sino la reafirmación de la consigna dada en las dos reglas sobre el modo de ir minoríticamente por el mundo: «no litigar, no trabarse en discusiones, no juzgar a los demás, sino más bien ser mansos, pacíficos y modestos, apacibles y humildes...» (2 R 3,10-11). Dice, pues, a los misioneros: «Un modo consiste en que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13) y confiesen que son cristianos» (1 R 16,6). El verdadero hombre del Evangelio no polemiza, no trata de convencer a nadie de su error, menos aún de despreciar o censurar las creencias, la cultura, los usos del pueblo que lo acoge. Se adapta también a las instituciones sociales que halla (es el sentido exegético del texto bíblico citado). Es posible que fuera el mismo fundador quien se interesó por obtener del papa, en marzo de 1226, en favor de los hermanos de Marruecos -donde su presencia se había consolidado ya gracias a la metodología enseñada por él-, una bula en virtud de la cual se les autorizaba a ir sin el hábito religioso y sin la tonsura clerical, a dejarse crecer la barba según el uso árabe y a recibir y usar dinero.[10] Se había tomado muy en serio el criterio de adaptación social para mejor «vivir espiritualmente» entre los musulmanes. 4. En el momento oportuno, el anuncio de la palabra.- «El otro modo consiste en que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y se hagan cristianos...» (1 R 16,7). La presencia profética del misionero preparará el terreno a la Palabra. No ha de ser la impaciencia humana la que indique el momento en que debe comenzar la evangelización directa, sino los intereses de Dios. El mismo contenido de la predicación dependerá del grado de esa preparación del clima humano, así cultural como espiritual: «Estas y otras cosas que agraden al Señor, pueden decirles a ellos y a otros, porque dice el Señor en el Evangelio: Todo aquel que me confiese ante los hombres, también yo lo confesaré ante mi Padre que está en los cielos (Mt 10,32). Y: El que se avergüence de mí y de mis palabras, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en su majestad y en la majestad del Padre y de los ángeles (cf. Lc 9,26)» (1 R 16, 8-9). 5. Disposición martirial.- En las antiguas fuentes franciscanas la vocación misionera es vista exclusivamente como vocación al martirio, y se atribuye a Francisco esa misma finalidad en sus viajes hacia los sarracenos. El texto de la Regla desmiente una tal concepción. Con todo, en la situación de entonces, no era mera hipótesis la oportunidad de dar la vida al ir entre los infieles. Tanto el texto bíblico introductorio como, sobre todo, los que se añaden al final del capítulo dieciséis, tienen un sentido eminentemente martirial. Pero Francisco considera semejante disposición como una actitud que debe ser común a todos los hermanos, no sólo a los misioneros: «Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la salvará (cf. Lc 9,24) para la vida eterna (Mt 25,46)» (1 R 16,10-11). Más tarde escribirá san Buenaventura: «Los que piden ser recibidos en nuestra Orden, han de venir dispuestos para el martirio».[11] Clara y sus hermanas de San Damián siguieron con ansiedad y emoción la grande aventura de las cuatro expediciones de los hermanos rumbo a los sarracenos, de modo especial el viaje de Francisco, hasta que su regreso las llenó de alegría. La santa hubiera querido apagar su ardor en el amor de Jesucristo yendo también ella a ofrendar su vida por Él. «La dicha madonna Clara tenía tal fervor de espíritu, que a gusto deseaba soportar el martirio por amor del Señor. Y lo demostró cuando, al enterarse de que en Marruecos habían sido martirizados algunos frailes, dijo que quería ir allí; y la testigo había llorado por este motivo. Esto ocurrió antes de que ella enfermase» (Proc 6,6). Fue una jornada de gran emoción en San Damián. Clara se hallaba entonces en el vigor de sus veintiséis años. De manera semejante dice otra testigo: «Entre las hermanas era Clara la más humilde de todas, y tenía tal fervor de espíritu, que de buen grado, por el amor de Dios, hubiese soportado el martirio en defensa de la fe y de su Orden. Y antes de caer enferma deseó marchar a Marruecos, donde, según se decía, habían padecido el martirio algunos frailes» (Proc 7,2; cf. 12,6). * * * Ha quedado atrás el tiempo de la Christianitas. Sería anacrónico seguir dividiendo a los hombres en «mundo cristiano» y «mundo infiel»; la Iglesia es ya, aun en su realidad geográfica y cultural, verdadero «misterio universal de salvación». Donde existe, es la Iglesia misionera. No tiene sentido ni siquiera hablar de «misiones extranjeras». Francisco de Asís nos ayuda a recobrar la conciencia de la universalidad de la misión, o sea el mensaje de conversión dirigido a todos, cristianos y no cristianos, «a todos los que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica y apostólica, y a todos los órdenes... y a todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas, y a todas las naciones y todos los hombres en cualquier lugar de la tierra, que son y que serán» (1 R 23,7). La estrategia de Francisco de confiar el resultado, antes que nada, al testimonio de una vida cristiana sincera entre los infieles, preparando así el terreno a la promulgación del Evangelio y a la implantación de la Iglesia, encaja perfectamente en la doctrina trazada por el Vaticano II en el decreto Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia.
NOTAS: [1] J. Micó, La evangelización entre los infieles, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 21. núm. 63 (1992) 329-352, con bibliografía; L. Iriarte, La vocación misionera en la Orden franciscana, en España Misionera 5 (1948) 18-26; L. Iriarte, Espiritualidad misionera franciscana, en Cuadernos Franciscanos 11 (1978) 152-157; Pedro de Anasagasti, El alma misionera de san Francisco, Roma 1955; P. de Anasagasti, Francisco de Asís busca al hombre. Vocación y metodología misioneras franciscanas, Bilbao 1964; P. de Anasagasti, Liberación en san Francisco de Asís. Peculiar metodología misionera franciscana en el siglo XIII, Aránzazu 1976; P. de Anasagasti, La vocación misionera de santa Clara de Asís y de su Orden, Bilbao 1977; K. Esser, La preocupación misionera de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 8, núm. 22 (1979) 95-102; G. Basetti-Sani, L'Islam e Francesco d'Assisi, Florencia 1975; G. Basetti-Sani, Ecumenismo e riforma, en DF, 453-470; G. Basetti-Sani, Saraceni, en DF, 1647-1672; J. R. H. Hoorman, Ecumenismo e san Francesco, en DF, 471-480; A. Blasucci, Martirio, en DF, 953-966; F. Margiotti, Missione, en DF, 1007-1022; G. Spiteris, Francesco d'Assisi profeta dell'incontro tra Occidente e Oriente, en AA. VV., Francescanesimo e profezia, Roma 1985, 453-493. [2] 1 Cel 57; LM 9,7-8; LP 77; Flor 24; Jacobo de Vitry, Carta 2 y también Historia Orientalis; Ernoul, Chronica, 2-4; cf. textos en J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC-399, 19997, pp. 964-970. [3] Cf. F. De Beer, François, que disait-on de toi? París 1977. [4] Historia Orientalis; véase también Carta 2; cf. textos en J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC-399, 19997, pp. 964-968. [5] M. Roncaglia, Fonte arabo-musulmana su san Francesco in Oriente, en Studi Francescani 55 (1958) 258-259. [6] Cf. F. De Beer, François, que disait-on de toi? París 1977, 81-83. [7] Vita fratris Aegidii, II, en Chronica XXIV Generalium, AF III, 78. [8] Passio sanctorum martyrum Berardi..., en AF III, App. I, 579-586. Jordán de Giano, Crónica, 7-8. [9] Historia Orientalis; véase el texto en J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC-399, 19997, p. 967. [10] Bullarium Franciscanum I, 24-25. [11] Expositio super Regulam, 2, en Opera omnia, VIII, 938. Cf. L. Iriarte, El martirio, meta del seguimiento de Cristo según san Buenaventura, en San Bonaventura Maestro di vita francescana e di sapienza cristiana, III, Roma 1976, 335-349. EL CARISMA FRANCISCANO
Para el Apóstol los carismas no son necesariamente gracias extraordinarias, milagrosas, sino algo normal en la asamblea de quienes han recibido el don del Espíritu. Todo bautizado posee disponibilidad para ser tomado como instrumento por el mismo Espíritu a fin de realizar una tarea en la edificación de la casa de Dios. La Iglesia es, a un tiempo, comunidad espiritual y asamblea visible, carisma e institución. La estructura carismática y la estructura jerárquica se completan y mutuamente se necesitan. Quienes tienen la autoridad en la Iglesia han de escuchar y recibir «con gratitud y consuelo» las manifestaciones de la función profética del pueblo de Dios; deber suyo es comprobar la autenticidad de los dones y la lealtad de su ejercicio, pero ante todo han de mirar a «no ahogar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno» (1 Tes 5,19).[3] LA VIDA RELIGIOSA COMO CARISMA La estructura carismática, campo de acción del «Espíritu creador», es eminentemente dinámica; un modo de obrar más que un modo de ser; respuesta constante a las necesidades de adaptación de la vida de la Iglesia. Habituados a hablar de «estado religioso», nos exponemos a fijarnos demasiado en lo que tiene de institución, olvidando que, en su origen, toda forma de vida religiosa ha sido movimiento. A cada nueva posición de la Iglesia en el tiempo o en el espacio, por exigirlo el nuevo clima humano, el Espíritu Santo ha suscitado iniciativas de consagración de nuevo signo. El hecho de que la mayor parte de esos «movimientos», al ser recibidos en el cuerpo social de la Iglesia, se hayan convertido en «institutos» -con sus leyes, con su constitución orgánica, con sus modelos de conducta, con su cuerpo de doctrina y de tradición-, no anula su esencia dinámica y, por lo mismo, su actualidad. Sólo cuando una orden religiosa haya perdido su capacidad de renovación, es decir, de conexión con el contexto histórico, podrá decirse que ha perdido su razón de ser en el pueblo de Dios. Difícilmente sucederá que una forma de consagración, por antigua que sea, pierda su eficacia de signo, su carisma propio. Pero el carisma no se identifica con los cauces concretos de la actividad. Podrá suceder que una forma de vida religiosa abandone, al pasar de una época o de un área cultural a otra, determinadas maneras de ser útil a los hombres para adoptar otras más al día. El carisma, además, no obra a través de las instituciones, sino de cada uno de los elegidos. Decir que un instituto ha perdido su capacidad de renovarse equivale a admitir que sus miembros han perdido la docilidad a los signos del plan de Dios. Entonces, debe desaparecer. Querer sobrevivir sólo como institución, por perfecta y eficiente que se la suponga, es un contrasentido. Hemos de agradecer al Concilio el que, en esta llamada general a la renovación, haya dado a las familias religiosas la consigna de escuchar la voz del Espíritu en cada uno de los religiosos, haciendo que todos tomen parte activa, y de dar margen a una amplia experimentación de nuevos modos de vida y de testimonio, reduciendo en cambio el montaje legislativo.[4] EL CARISMA DEL FUNDADOR[5]
Consciente de esa presencia de la acción del mismo Espíritu, que se manifiesta diversamente en cada familia religiosa, el Concilio establece como principio básico para la actual renovación, junto con el retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana, la vuelta «a la inspiración original de los institutos» (PC 2). La fidelidad a esta originalidad está exigida por la vida misma de la Iglesia, ya que «cede en bien de la misma Iglesia que los institutos mantengan su carácter y función particular». Por lo tanto, han de ser conocidos y fielmente mantenidos el espíritu y los ideales de los fundadores (PC 2b). Todos los institutos «han de participar en la vida de la Iglesia», pero ha de ser «de acuerdo con su propio carácter» (PC 2c), manteniendo diferenciadas aun las formas características de actividad apostólica, testimonio y fructificación de un género de vida diferenciado (PC 8 y 20). Nada de confusión de carismas (cf. PC 7-11). Es normal que, en el común esfuerzo por remontarse al manantial de la vida cristiana, es decir, al Evangelio, los diversos institutos se encuentren en un ideal común, que a su vez se confunde con la aspiración de todo cristiano sincero: el compromiso bautismal tomado en serio. Y entonces asoma la pregunta: ¿qué sentido tiene la diferencia entre unos institutos y otros? Los grandes fundadores han tenido de común ese anhelo de respuesta total al programa evangélico; pero la misma disponibilidad de donación los ha hecho dóciles al impulso diferenciado del único Espíritu, que distribuye dones y tareas conforme a las diversas necesidades del pueblo de Dios. Así es cómo cada grupo de consagrados pone en juego medios peculiares de santificación personal, de testimonio y de acción, y es recibido por la comunidad de los creyentes como un signo diferente de los otros. Hoy también, la misma sinceridad en volver al Evangelio hará que los institutos religiosos capten mejor su «espíritu propio»; y será la fuerza de éste la que hará que la vida religiosa «se vea purificada de elementos extraños y libre de lo anticuado» (M.p. Eccl. Sanctae II, 16,3). De esa forma la adaptación viene como por su pie. Ese respeto a la «vocación propia», a la «índole propia», al «espíritu propio», es requisito para una recta formación de los candidatos (Ibid. 33 y 37), y lo inculca el Concilio reiteradamente a los obispos a la hora de pedir la aportación de los religiosos a la pastoral diocesana (Christus Dominus 33-35). ¿En qué sentido puede afirmarse que todo fundador es un carismático? No es necesario suponer una existencia fuera de serie. La acción del Espíritu se vierte sobre las disposiciones humanas que señalan a cada bautizado una orientación hacia tal o cual servicio a la comunidad y, sobre esa vocación general, no meramente aptitudinal, de todo cristiano a la santidad y al apostolado, brota un destino profético. Como en toda la economía de los dones, el Espíritu Santo espera la coyuntura que le ofrece el instrumento autónomo. Tal coyuntura se presenta cuando ese cristiano, fiel servidor del Espíritu, se abre plenamente a la gracia y, en consecuencia, al carisma de elección para una gran tarea en bien de toda la Iglesia. Generalmente la coyuntura es la conversión: un viraje radical y doloroso en la vida. Pensemos en san Antonio Abad, en san Benito, en san Francisco, en san Ignacio, en san Juan de Dios. O al menos el Espíritu suele poner a todo fundador en la dura prueba del anticonformismo; la mayor parte han pasado por extraños o desvariados ante sus inmediatos observadores. Simultáneamente se produce una profunda experiencia evangélica, llena de luz y de seguridad, y la llamada a dejarlo todo para ordenar la propia vida conforme a la luz recibida. Y el carisma se abre paso, con fuerza progresiva, impulsando al elegido a llevar a los demás el beneficio del propio hallazgo. El don tan gratuitamente recibido lo siente dentro como una necesidad vital de mensaje (cf. 1 Cor 9,16). El género de vida iniciado por el convertido, su ejemplo, su acción y, más que nada, la sinceridad y la inspiración que vibra en sus palabras, son para los hombres de corazón recto una especie de promulgación nueva del Evangelio, nueva visión del mismo, quizá de un aspecto particularmente exigido por el momento histórico. El carisma de fundación se manifiesta entonces en los discípulos que se van agrupando en torno al iniciador. Ellos mismos han descubierto, al aceptar la nueva forma mental y el nuevo ideal de vida, que esos valores se hallaban latentes en su corazón, quizá sólo como una esperanza remota de algo mejor, una insatisfacción, un impulso hacia el bien. Ahora todo eso ha recibido a sus ojos una formulación exteriorizada en ese hombre iluminado de lo alto. En realidad, ellos mismos comparten ese don. En términos sociológicos diríamos que el convertido ha logrado hacer compartir al grupo su ideal personal, y desde ese momento, éste ha pasado a ser objetivo y orientación del grupo entero. Teológicamente, es la operación del carisma, acción esencialmente comunitaria, que se sirve instrumentalmente del testimonio vivo del fundador. En la primera generación de los grandes institutos religiosos hay un claro predominio de la presencia del carisma. Por eso los fundadores de mayor altura han sido lentos, cuando no reacios, en avanzar hacia una organización y una legislación definitivas. Temían cohibir la apertura al Espíritu con estructuras demasiado hechas. Preferían continuar en actitud de experimentación, escuchando su llamada en cada nueva situación. La propia experiencia del don recibido y la disponibilidad de los componentes del grupo aseguraban la fidelidad a la vocación mejor que cualquier cauce institucional. La Regla se impone, al fin, como una necesidad. El grupo, acrecentado en número, acepta un nivel medio de cualificación espiritual; comprometido en objetivos concretos de responsabilidad colectiva al servicio de una Iglesia visible e institucionalizada, ve la precisión de fijar el movimiento inicial en cuadros organizativos y en normas de vida; se requiere, además, una formación esmerada de los miembros y unidad de doctrina ascética. Pero esta forma vitae lleva también el sello del carisma, es la cristalización de las aspiraciones iniciales. No viene impuesta al grupo desde fuera -la autoridad de la Iglesia se limita a «recibirla y aprobarla» (PC 1)-, sino que es elaborada y adoptada por los mismos que han recibido el impulso hacia la nueva vida evangélica; y luego será ofrecida a aquellos que reciban la gracia de elección pala abrazarla. Cada nuevo candidato que llama a las puertas de un instituto viene impulsado por el Espíritu Santo para hacer suyo el ideal evangélico que se le manifiesta a través de esa forma concreta de vivirlo y de comunicarlo a los hombres. El grupo ha de acogerlo como un don de Dios, como una invitación del Espíritu a la propia renovación. Así miraba san Francisco a los «hermanos que Dios le daba» (Test 14). Hay un enriquecimiento recíproco: el grupo ofrece al nuevo adepto sus ideales y su espiritualidad, y mejores oportunidades para realizarse como cristiano; pero recibe por medio de él nueva inyección de vida y, sobre todo, la sintonía con el clima de la comunidad humana en cada tiempo, esa conexión entre vida y Evangelio que no puede faltar en una familia religiosa. Cada nuevo afiliado debería originar en el grupo una inquietud renovadora, un desasosiego que le obligue a revisar cada día la autenticidad de sus formas de vida y de acción. Al primer estadio de movimiento carismático, en que el fundador obra fuertemente y los discípulos viven el ideal como un descubrimiento y como una fuerza superior a ellos, sucede una etapa de institucionalización: es el momento de combinar el puro ideal con las realidades de la vida y de la actividad. Una toma de postura necesaria, pero de equilibrio nada fácil. Cuando la institución, en lugar de proyectarse en la vida real, se desliga de ella, se produce algo así como la esclerosis del organismo estructural. Entonces la atención se centra hacia adentro, hacia lo disciplinar y jurídico, hacia las formas. La necesidad de una pedagogía lleva a crear una ascética de familia, convencional. Se refuerzan los lazos colectivos mediante una mayor uniformidad en la observancia. La acción externa se toma como un peligro, la inspiración personal, como un atentado al ritmo comunitario. El juridismo amenaza ahogar el carisma. Y para restaurar la armonía entre carisma e institución se hace necesaria la reforma, con su tanto de rebeldía, ya que los responsables públicos de la institución no es fácil que capten cuándo ésta debe ceder y en qué grado. Toda reforma es una aventura de fe. Y, ¿cabe renovación sin reforma? EL MOVIMIENTO FRANCISCANO
Carismático consciente, el Poverello no sintió ni por un momento la tentación de sustraerse a la Iglesia visible. La sola idea de que sus hermanos, ensoberbecidos con el don del Espíritu, pudieran salirse de la obediencia jerárquica, como tantos reformadores de entonces, le alborotaba el ánimo.[6] Por eso tuvo prisa por someter a la aprobación de la Iglesia romana su carisma de fundador: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio..., y el señor Papa me lo confirmó» (Test 14-15). Veía en esa sujeción la garantía insustituible de la fidelidad al mismo ideal evangélico: «Así, sometidos y sujetos a los pies de esta santa Iglesia, cimentados en la fe católica, guardaremos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos prometido» (2 R 12,4). Pero la sumisión a la Iglesia jerárquica no le impidió mantener la originalidad de su vocación, si bien no siempre le fue fácil. Humildísimo y sumiso, «pequeñuelo y siervo» de todos, supo afirmar y defender su ideal de fundador, primero, frente al obispo de Asís, después, frente al cardenal de San Pablo, que quiso disuadirle de lanzarse a una fundación nueva, y frente al papa Inocencio III, quien no disimuló sus temores ante aquella aventura de pobreza total; y más tarde, frente al partido de los doctos, apoyados por el cardenal Hugolino, empeñados en comunicar a la fraternidad una estructura de resabios monásticos; finalmente, frente al mismo Hugolino y frente a las preocupaciones canónicas de la curia romana, en el momento de dar forma definitiva a la Regla. En esta lucha, tan contraria a su temperamento y tan dura para su fe, no escasearon trances de depresión profunda al sentirse incomprendido de los prudentes, impotente para hacer aceptar su «camino de la sencillez» que Dios le había revelado, un camino para él tan claro. Entonces, turbado en su pequeñez, se refugiaba en la oración; pero un día escuchó de labios de Cristo: «¿Por qué te asustas, hombrecillo? ¿No soy yo quien ha plantado la fraternidad?».[7] Poseída de idéntica fortaleza, santa Clara defendería también con tenacidad, aun ante la Sede apostólica, la integridad de su vocación, en especial el «privilegio» de la pobreza absoluta. A Inés de Praga le escribía: «Si alguien te dice o sugiere otros caminos contrarios al que has abrazado o que a ti te parecen opuestos a la vocación divina, con todos los respetos, no sigas en manera alguna tales consejos, antes bien aférrate, virgen pobrecilla, a Cristo pobre» (2CtaCl 17-18). El franciscanismo nació como movimiento. Francisco es el iniciador de un impulso múltiple, pero bien definido, cuya característica es la sinceridad cristiana: prontitud alegre y suelta, al imperio del amor, para seguir a Cristo y, por Él, experimentar el misterio de la hermandad con los hombres y con la creación bajo la paternidad de Dios. Fue -dice Celano- como el despertar de una nueva primavera: «Se produjo en él y por medio de él una alegría inesperada y una santa renovación en todo el mundo, haciendo florecer los antiguos y olvidados gérmenes de la religión primitiva. Difundióse en los corazones escogidos un nuevo espíritu y se derramó entre ellos una como unción saludable...» (1 Cel 89). Un entusiasmo que no sólo hizo crecer rápidamente el grupo inicial de los hermanos menores y luego el de las damas pobres, sino que provocó por todas partes un anhelo de experiencia evangélica que cuajaría en las agrupaciones de los hermanos de penitencia. En realidad repercutió en la piedad, en el arte, en la vida litúrgica, en el dinamismo apostólico y en la vida social de la Iglesia. El franciscanismo no ha dejado de afirmarse nunca como movimiento. La insatisfacción es nota permanente en la historia minorítica, y el profetismo ha puesto en jaque las estructuras internas siempre que éstas han caído en el inmovilismo cómodo. Por eso es una historia de períodos atormentados, de luchas por el ideal, de reformas y de escisiones. Para quien mira superficialmente ese fenómeno, resulta incomprensible que una orden, cuya característica es el amor y que se define como fraternidad, haya roto tantas veces la unidad interna. Pero, visto en su significado real, es signo de pujanza que impide el estancamiento, búsqueda sin reposo de adaptación renovadora mediante la fidelidad al ideal. La reforma pertenece en algún sentido a la esencia de las instituciones franciscanas. En otras épocas el grupo reformador tendía a definirse como tal y terminaba, por reacción contra la «comunidad» -es decir, la institución-, por institucionalizarse él mismo. Y se daba un proceso que repetía el que la orden experimentó en su evolución: vuelta a la sencillez y espontaneidad de origen, gusto por la intimidad fraterna en el eremitorio, dejando el convento, apostolado preferentemente de testimonio y de presencia; y, luego, paulatinamente, acomodación a las condiciones reales de la vida, realizando la conjunción entre carisma e institución que da el equilibrio dinámico de los momentos más fecundos de la historia franciscana. Este equilibrio suele producirse en la segunda generación después de cada movimiento de reforma. Y henos hoy de nuevo en trance de reforma. Hay algo muy fundamental que no marcha. Como en las grandes ocasiones de revisión total, las familias franciscanas se han puesto tácitamente de acuerdo en la necesidad de remontarse a los orígenes, para tomar en su fuente el propio carisma y hacer de él un mensaje vivo para el mundo de hoy. No es de creer que vuelva a producirse el fenómeno de las reformas secesionistas; sería anacrónico. Hoy el camino no puede ser otro que el señalado por el Concilio: clarificar los ideales del fundador, el espíritu propio de cada instituto y la misión que está llamado a realizar en la Iglesia; tratar de establecer la relación entre ese espíritu y el mundo concreto que lo ha de recibir; y, a base de esa confrontación, podar sin pena las adherencias de tiempos y ambientes que han quedado atrás, lanzándose al riesgo de dar con un lenguaje nuevo que produzca en nuestra generación la misma admiración gozosa que despertó en el siglo XIII el lenguaje de Francisco. Volver a lo que él llamaba su camino: el de la «santa sencillez». Cuando se vive con sinceridad el Evangelio, como él lo vivió, es la vida misma la que se hace mensaje. Las estructuras, si son necesarias, aparecen como expresión de la verdad de esa vida. Y entonces es fácil sentir de continuo la invitación del Espíritu a la renovación penitencial, como la sentía el Poverello, enfermo y trabajado, al final de su vida: «¡Comencemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta ahora poco o nada hemos hecho!» (1 Cel 103). Toda su vida fue una búsqueda incesante, puesta la atención en los signos por los que el Altísimo podía comunicarle la trayectoria que debía seguir. Desde la primera forma de vida, en 1210, hasta el Testamento, 1226, hay una evolución palpable en la respuesta concreta a la vocación evangélica. La muerte te sorprendió desbrozando el camino. Evolucionó, pero no vaciló. Marchó seguro en la misma línea que le fuera manifestada al principio. Fue voluntad de adaptación, no acomodación ambigua de quien cede condescendiendo. Nunca afirmó tan nítidamente su vocación y la de su fraternidad como al dictar sus últimas voluntades. El ideal franciscano es patrimonio común no sólo de las varias familias que integran la primera y la segunda orden, sino de la infinita floración de institutos religiosos -y ahora también seculares- que reconocen a san Francisco por Padre. Tienen sus propios fundadores y fundadoras, pero con una vinculación carismática, expresamente cultivada, al espíritu del Poverello. Su mismo número y variedad pone de manifiesto la inagotable virtualidad del franciscanismo y su capacidad de adaptación a las necesidades y a las condiciones de vida de los hombres. Y es patrimonio asimismo de cuantos forman en las filas de la Orden Franciscana Seglar, en comunión fraterna con los hijos e hijas de san Francisco que han abrazado una vida de consagración.
NOTAS: [1] Concilio Vaticano II, Lumen gentium (LG), 12; Apostolicam actuositatem, 3; Ad gentes, 4. [2] Carisma: don gratuito, gracia. Cf. Rm 5,15-17; 6,23; 11,29. [3] Lumen gentium, 12. Cf. L. Sartori, en Nuovo Dizionario di Teologia, Ed. Paoline 1977, 79-97; AA.VV., Los carismas, en Concilium 13 (1977) 1133-1595. [4] Concilio Vaticano II, Perfectae caritatis (PC), 4; Motu proprio Eccl. Sanctae, II, 2, 4, 12.- J. Galot, Il carisma della vita consacrata, Milán 19692; AA.VV., Carisma e istituzione. Lo Spirito interroga i religiosi. Roma 1983. [5] M. Olphe-Galliard, Le charisme des fondateurs, en Vie consacrée 39 (1967) 338-352; F. Ciardi, I fondatori uomini dello Spirito: per una teologia del carisma del fondatore. Roma 1982. [6] 1 R 19: «Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero si alguno se desviara de la fe y vida católica de palabra o de hecho y no se enmendara, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad. Y tengamos a todos los clérigos y a todos los religiosos por señores nuestros en aquellas cosas que miran a la salud del alma y no nos desvíen de nuestra religión; y veneremos en el Señor el orden y oficio y ministerio de ellos». Testamento 6-9: «Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos». [7] Cf. 2 Cel 158.- S. López, El carisma franciscano, instancia apremiante para nuestro tiempo, en Verdad y Vida 30 (1972) 322-360; A. W. Romb, The franciscan charisme in the Church. New Jersey 1969; L. Iriarte, Lo que san Francisco hubiera querido decir en la Regla, en Estudios Franciscanos 77 (1976) 375-391, y en Selecciones de Franciscanismo núm. 17 (1977) 165-178; L'approccio delle vocazioni al I Ordine vivente san Francesco, en Studi e Ric. Franc. 11 (1982) 3-18; Vocazione, en DF, 1989-2006; San Francesco tra carisma e istituzione, en AA.VV., Carisma e istituzione, Roma 1983, 105-124. |


San Francisco y el lobo de Gubbio
| . | Cómo San Francisco amansó, por virtud divina, (Florecillas de San Francisco, Capítulo XXI) San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo: -- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie. ¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos: -- Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tu y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros. Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco. Díjole entonces San Francisco: -- Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesitas mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes? El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo: -- Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para que yo pueda fiarme de ti plenamente. Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía. Luego le dijo San Francisco: -- Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios. El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes. Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó, diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro.» Terminado el sermón, dijo San Francisco: -- Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz. Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante de todos: -- Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna? El lobo se arrodilló y bajó la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la forma que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco: -- Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo. Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por a devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz. El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco. En alabanza de Cristo. Amén.
Los motivos del lobo por Rubén Darío
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¿Señor, qué quieres que haga?
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El descubrimiento de la propia vocación por parte de Francisco fue fruto de un proceso de larga y difícil maduración. Francisco vivió siempre en el filo de la incertidumbre, lo que demuestra cuán libre es el hombre en su respuesta al Dios que lo interpela. Y Dios acepta de buen grado que el hombre repiense sus decisiones y las revise. ¿Qué camino no hizo Francisco hasta llegar a pasar de la aplicación material de las palabras que le dirigió el crucifijo de San Damián: «Vete y repara mi iglesia», al descubrimiento de una verdadera misión profética? San Buenaventura, reflexionando sobre este «parto difícil», sobre este movimiento dinámico que se desarrolla como un «éxodo de la carne al espíritu», como un paso de las cosas exteriores a su significado interior y profundo, afirma: «Ignoraba todavía Francisco los designios de Dios sobre su persona..., no estaba familiarizado su espíritu en descubrir el secreto de los misterios divinos e ignoraba el modo de remontarse de las apariencias visibles a la contemplación de las realidades invisibles» (LM 1,2-3). Henos, pues, aquí ante un Francisco cuyas dudas e incertidumbres sobre el verdadero sentido que dar a lo que intuía son semejantes a las nuestras. Esto debería hacer reflexionar a todos aquellos que creen tener el «monopolio del Espíritu Santo» y, por consiguiente, de la «Inspiración», y que se creen dispensados de contar también con las mediaciones humanas. La «inspiración» jamás pone al hombre al amparo de posibles errores de interpretación. Y en Francisco nosotros tenemos no una inspiración sino una interpretación privilegiada de la Inspiración evangélica que anima continuamente al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y también al corazón de la humanidad. No existen, pues, modelos «prefabricados», sino que es necesario remontarse a las fuentes de la Inspiración. Cada uno de nosotros es un ser muy definido, inserto en una realidad histórica con sus límites y sus riquezas: tiene su propia sensibilidad, su propia inteligencia, sus cualidades naturales, sus lagunas, su propio «hábitat» social, su propio universo cultural, y precisamente en esta realidad tan concreta es donde resuena la llamada de Dios. Una de las primeras cosas que tengo que comprender y aceptar es que yo soy aquel ser humano que soy, que me ha sido dado y que tal cual me asumo, y que nunca seré el personaje que sueño y proyecto ser en un mundo imaginario. Dios se me manifestará y me mostrará su voluntad a través de las posibilidades y los límites de mi cuerpo y de mi espíritu, tal cual Él me los ha dado. Por consiguiente, la primera etapa de toda conversión es «convertirse» a uno mismo. Celano, primer biógrafo de Francisco, dice que el Santo llamaba a esta especie de intuición o discernimiento «sal de la sabiduría o de la discreción». He aquí un testimonio de las fuentes: «Que cada uno sepa medir sus fuerzas en su entrega a Dios»; «Hermanos míos, entendedlo bien: cada uno ha de tener en cuenta su propia constitución física» (cf. 2 Cel 22; LM 5,7; LP 50). Aunque hemos de reconocer que la experiencia en el cuidado de los hermanos, más que el propio temperamento impetuoso y extremista de Francisco, fue lo que le hizo ejercitar el «discernimiento». Quizá pueda afirmarse que Francisco tuvo más discernimiento para con sus hermanos que para consigo mismo. Uno de los «lugares privilegiados» de la revelación es la conciencia del hombre, donde las llamadas e interpelaciones de Dios son más o menos percibidas. Para Francisco, el «artífice principal» de esta iniciativa divina fue el Espíritu Santo. Francisco inculcó siempre una gran apertura, una máxima disponibilidad al Espíritu del Señor: «... al Espíritu del Señor... a las visitas del Espíritu», porque lo había experimentado personalmente de manera positiva, decisiva. Obedecer es principalmente «escuchar», según el sentido bíblico de la palabra tanto en hebreo como en latín. Puesto que el Espíritu es la fuente de todo discernimiento, sólo Él puede permitirnos ver y creer en los signos y por medio de los signos humanos. Y toda intuición en este caso es un verdadero nacimiento. Todos los biógrafos de Francisco subrayan esta actitud interior de escucha como lugar privilegiado de discernimiento de la voluntad de Dios. Francisco «fue impulsado por el Espíritu» a los leprosos, a la soledad, a San Damián... Y jamás se tratará de una actitud de devoción, «una fórmula piadosa», sino que indicará una realidad tan profunda que llegará hasta inducirlo a proclamar que «el Espíritu Santo es el Ministro General de la Fraternidad», es decir, la instancia suprema de toda forma de mediación humana. Francisco nunca desatiende las mediaciones, las acepta todas, pero, al mismo tiempo, defiende con fervor cuanto creía haber recibido del Señor como «inspiración del Espíritu». Afirma: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). También la Regla, tanto la primera como la segunda, muestra cuán profundamente respetaba él la «inspiración». Más aún, podría decirse que es su nota dominante. A menudo encontramos expresiones como éstas: «Si alguno, por divina inspiración...», «como el Señor o el Espíritu les inspire», u otras semejantes. Poder obrar espiritualmente, «como hombre de espíritu», en lugar de vivir «según la carne», es la oposición que Francisco encuentra entre lo carnal y lo espiritual. Para Francisco no existe la autoridad absoluta. Siempre hay un límite y éste es «la conciencia del hombre y el Evangelio». En su primera Admonición comenta estas palabras del Evangelio: «Dice el Señor Jesús a sus discípulos: "Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí"» (Adm 1,1). El Padre es el último fin, la meta definitiva de todo hombre. Y el lugar central y definitivo de su querer es ciertamente el Evangelio y Cristo, que para Francisco son una misma cosa. Cristo es al mismo tiempo «Palabra y Rostro de Dios, enseñanza y acción, llamada y comportamiento práctico». Francisco ve la voluntad de Dios en el conjunto del misterio de Cristo, anterior a la misma creación histórica, encarnada y glorificada. Dirá a Bernardo: «Si quieres probar con los hechos lo que dices, entremos mañana de madrugada en la iglesia y pidamos consejo a Cristo, con el Evangelio en las manos» (2 Cel 15). Evidentemente, tanto Francisco como sus hermanos vivieron con modalidades diversas esta escucha atenta del Verbo hecho Carne: prolongadas soledades, oraciones y adoraciones silenciosas que purifican la mirada, el corazón y las motivaciones de la acción. Hay que recordar de modo especial su mirada de fe puesta «en el Cristo que se ofreció y fue crucificado» que, para Francisco y sus hermanos, fue un lugar de discernimiento especialmente en los momentos de duda y de angustia, más que una visión especulativa, cuando se trataba de hacer opciones. Para Francisco, «los leprosos... los mendigos... los pobrecillos sacerdotes...» eran lugares privilegiados en los que encontrar más fácilmente «la voluntad de Dios». Eran para él «sacramento» de la presencia de Cristo en medio de nosotros. Francisco se convirtió al Evangelio precisamente a través del contacto con los pobres, la oración y la soledad. Y su conversión no se quedó en algo a nivel intimista, sino que caló en la realidad de la pobreza, de la miseria, de la enfermedad más repelente: éstos son para Francisco los «lugares privilegiados» de discernimiento. Francisco ve clara la voluntad de Dios el día en que sale de su ambiente y entra a formar parte de los hermanos marginados de su tiempo. Él mismo nos lo cuenta: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto, cuando estaba en pecados me era muy amargo ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me había parecido amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo; y, después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo» (Test 1-3). Este primer paso, este inicio le volverá espontáneamente a la memoria al final de su vida cuando escriba su Testamento a los hermanos. Ciertamente, este «lugar» fue tan determinante para su vocación que lo impondrá o sugerirá también a los otros hermanos: «Desde el principio de la Religión, después que los hermanos empezaron a multiplicarse, quiso que viviesen en los hospitales de los leprosos para servir a éstos. En aquella época, cuando se presentaban postulantes, nobles y plebeyos, se les prevenía, entre otras cosas, que habrían de servir a los leprosos y residir en sus casas» (LP 9). Y si el biógrafo recuerda esta práctica es porque lamenta que se haya perdido. De hecho, en la Regla no se habla de ella. Francisco conocía bien la naturaleza humana, de la que desconfiaba; conocía los peligros de la «propia voluntad», los enredos del egoísmo, la tendencia a tomar por «inspiración divina» lo que no es más que simple efecto de la psique o resultado del prisma socio-cultural en que se vive inmerso y que siempre es un poco deformante; todo esto, sin embargo, no le impedía tener una gran confianza en la «inspiración». De ahí nace en él la preocupación por hacer verificar, confirmar, autenticar sus propias «inspiraciones» por medio de otras mediaciones que no sean las suyas propias. Sabe perfectamente que el receptor humano está con frecuencia ofuscado y a veces bloqueado por su infinita capacidad de autojustificación incluso espiritual. Y uno de los mejores «lugares» es la fraternidad, es decir, el conjunto de los hermanos o, como suele llamarse, «el capítulo». Leemos, en efecto, que los hermanos, al regresar de Roma, discutían para averiguar cómo observar mejor el Evangelio, cómo actuar, cómo vivir (cf. 1 Cel 34; LM 4,1-2). Y sabemos que Francisco mismo recurrió con frecuencia a los hermanos y también a las hermanas para conseguir mayor claridad en lo referente a su vocación y misión. Francisco debió comprender, sin duda, un punto fundamental del misterio de la salvación, a saber, que «el hombre establece la relación con Dios no como individuo sino como miembro de un pueblo, de una comunidad» (cf. Lumen Gentium 9). Dios habla a los hombres por medio de los hombres. De ahí que, al asaltarle una angustiosa duda, Francisco la propusiera repetidamente a sus compañeros: «Por más que durante muchos días anduvo dando vueltas al asunto con sus hermanos, Francisco no acertaba a ver con claridad... Él, que en virtud del espíritu de profecía llegaba a conocer cosas maravillosas, no era capaz en absoluto de resolver por sí mismo esta cuestión». Aunque había aprendido sublimes lecciones del divino Maestro, no se avergonzaba, como verdadero menor, de consultar incluso a los más insignificantes; su mayor preocupación era averiguar el camino y modo de servir más perfectamente a Dios conforme a su beneplácito y, para ello, «éste fue su más vivo deseo mientras vivió: preguntar a sabios y sencillos, a perfectos e imperfectos, a pequeños y grandes...» (cf. LM 12,1-2). Convencido de que Dios habla a los hombres por medio de otros hombres, fue un asertor intransigente de la relación interpersonal que excluye del modo más absoluto y decidido la relación «dominante-dominado» o también amo-siervo. Para Francisco, la obediencia es especial y principalmente un servicio de amor fraterno, mientras la autoridad es un servicio de crecimiento y de unidad. Decía: «Igualmente..., ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos...; sino, más bien, por la caridad del espíritu, sírvanse y obedézcanse unos a otros de buen grado. Y ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,9-15). Para Francisco, todos y cada uno de los hermanos, la fraternidad misma, podían ser camino o ruta hacia el Padre. Para él, la Comunión de los Santos no era únicamente solidaridad en la oración, sino también en la búsqueda de Dios y de su voluntad. La fraternidad, por tanto, es «lugar privilegiado» para comprender mejor la voluntad de Dios, incluso porque nosotros leemos los acontecimientos y analizamos el dinamismo del mundo con nuestros propios ojos, cuya mirada está frecuentemente ofuscada; de aquí, la necesidad de liberarnos de ella para mirar con los ojos de nuestros hermanos, de nuestro prójimo; de aquí, la consecuencia de que la experiencia franciscana no propone un ejemplar único que sirve de «ejemplo», sino un modelo que junto con los hermanos ha buscado, preguntado, dudado, inventado, realizado. Francisco nunca fue un defensor fanático de la «Iglesia», pero tampoco separó nunca a Cristo y al Evangelio de su cuerpo vivo que es la Iglesia. Tomó siempre todas sus grandes decisiones «in sinu Ecclesiae», en el seno de la Iglesia, se tratase del obispo de Asís o del pobrecillo sacerdote que atendía la capilla de San Damián, o del papa Inocencio III. Su continuo recurso a los «clérigos» no hace de Francisco un ser rastrero o tímido, siempre dispuesto a someterse al primero que habla o que dice la última palabra. Si alguna vez sabe renunciar, la mayoría de las veces permanece firme en su «inspiración». Finalmente, «la Regla», a la que Francisco llama «nuestra vida» (cf. 1 R 1,1; 2 R 1,1) y que, como la vida misma, cambia y evoluciona casi día tras día, constituye también otro lugar de «inspiración» y de búsqueda de la voluntad de Dios. La Regla aceptaba y reflejaba la vida concreta de un determinado momento del movimiento franciscano, por lo que no es un texto jurídico que es impuesto desde el exterior con el riesgo de matar al Espíritu, sino un «lugar» de coherencia y de unidad para los hermanos que han elegido un género de vida evangélica inspirada por el Espíritu. Dice Francisco: «Y mientras perseveren en los mandatos del Señor, que prometieron por el santo Evangelio y por su forma de vida, sepan que se mantienen en la verdadera obediencia, y sean benditos del Señor» (1 R 5,17). De este modo, el «discernimiento» se convierte en una forma de obediencia que se mueve en un conjunto de mediaciones y que «desapropia» de una voluntad naturalmente encerrada en sí misma. Abandonarse completamente a la obediencia significa asumir el riesgo de confrontarse con los hermanos y con los acontecimientos. Ciertamente, la interpretación que Francisco da a sus inspiraciones o al Evangelio refleja su mundo socio-cultural, su época que busca una nueva identidad. Él, para expresar sus inspiraciones, usa modelos de aquel tiempo: caballeros, trovadores, comerciantes, ambulantes e itinerantes, predicadores laicos, fraternidad de penitencia, y otros semejantes. También hoy existen, para el movimiento franciscano, mediaciones particulares y privilegiadas para traducir a los hombres de nuestro tiempo el ideal de Francisco. Para un discernimiento auténtico, válido también para nuestros días, Francisco ofrece tres condiciones fundamentales: disponibilidad, rectitud de intención y de voluntad, y pureza de corazón que es simplicidad. En su Carta a los clérigos, Francisco reprocha a los sacerdotes de modo particular la falta de «discernimiento» respecto a la Eucaristía que es llevada, administrada y abandonada sin respeto alguno. En este caso, el «discernimiento», para Francisco, lo constituye la mirada de fe que percibe la Presencia de Cristo a través de la materialidad de los signos. Señor, ¿qué quieres que haga?, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XII, n. 34 (1983) 3-8. |
SAN FRANCISCO, HOMBRE FANTASEADOR
PIERO BARGELLINI
| . | Cuando Benito esperó, quieto en su Abadía, primero al escudero Rigo y luego al rey Totila, se comportó como «monje». Cuando Francisco subió el escarpadísimo camino de ronda que llevaba al castillo de Montefeltro, se comportó como «fraile». Pues las Florecillas, en efecto, nos cuentan: «En 1224, inspirado por Dios, salió del valle de Spoleto, para ir a la Romaña con fray León, su compañero, y caminando pasó bajo el castillo de Montefeltro, en el cual había entonces un gran convite y recepción con motivo de armarse caballero uno de los condes de Montefeltro. Y cuando San Francisco se enteró de la solemnidad que celebraban y de que había allí muchos gentiles hombres de diversos países, le dijo a fray León: –Vayamos allá arriba, a esa fiesta, porque, con la ayuda de Dios, sacaremos algún provecho espiritual.» El nombre de monje deriva de monos; que significa uno, único, solo. Y que también significa apartado del mundo y firme en su propia perfección. La vida del monje estaba ligada al monasterio. «De conformidad con la norma de la Regla de San Benito –recordaba y decretaba Alejandro II–, Nos mandamos a los monjes que permanezcan dentro de los muros de sus monasterios. Prohibimos que vayan por pueblos, castillos o ciudades, y queremos que cesen totalmente de predicar al pueblo.» En cambio, el nombre de fraile significa «hermano». Significa familiaridad con los hombres; comunión y libre circulación entre ellos, y no segregación. Lo que le está prohibido al monje –es decir, el andar por pueblos, castillos y ciudades–, no sólo le está permitido, sino que le es aconsejable, cuando no precisamente impuesto, al fraile, al hermano. «Vayamos allá arriba, a esa fiesta –dice así San Francisco a su fiel León–, porque, con la ayuda de Dios, sacaremos algún provecho espiritual.» Si en el castillo de Montefeltro no hubiese habido una fiesta, es muy probable que Francisco hubiera pasado de largo. Se detuvo allí, más aún, subió hasta allí, porque ya desde lejos venía oyendo el son de las trompas, las notas de los cantos y el clamor del pueblo. Del mismo modo y por la misma razón, iba también a los pueblos donde se celebraban las ferias y a las ciudades donde más bullía la vida. Buscaba también la soledad de las Carceri o de la Verna, pero sólo para orar y meditar un momento antes de volver a lanzarse otra vez por los caminos que unían pueblos, aldeas y ciudades; esos pueblos, aldeas y ciudades que habían salido ya del dominio feudal y que ahora estaban regidos por nuevas constituciones civiles, es decir, Municipios libres, en los cuales la «plebe» se había emancipado, para correr en pos de sus propios intereses. El Abad seguía estando allá arriba, en su abadía, paternal y comprensivo; pero los artesanos de los pueblos y los comerciantes de las ciudades, ya no tenían tiempo de ir a buscarlo. Digamos la verdad: tampoco tenían ya la necesidad de buscarlo. Corrían ahora tras de las balas de lana y tras de las madejas de seda. Tenían prisa por llegar a los mercados. Contendían en el trabajo, competían en las transacciones. Viajaban velozmente por los caminos más cortos, que dejaban a un lado castillos y abadías. Llevaban a su espalda una bolsa, más o menos repleta, y por esa bolsa, que querían asegurar, casi se olvidaban de que tenían un alma que habían de salvar. Francisco había nacido en una de esas ciudades mercantiles. Cuando vio la luz, en Asís, su padre corría tras de las balas de lana, al otro lado de los Alpes. Cuando volvió a casa con la bolsa de las ganancias bien apretadas, no quiso reconocer para su propio hijo el nombre de Juan y le llamó Francisco, es decir, «francés», como el paño que había comprado en los mercados lejanos. El hijo de Pedro Bernardone llevaba, pues, en su mismo nombre el espíritu mercantil de la época; y, en su sangre, llevaba la fiebre de la ganancia. Al principio, con la ingenuidad de los jóvenes acomodados, soñó con elevarse hacia un noble pasado. Tuvo la ambición de ser armado caballero; tuvo la aspiración de llegar a ser monje, pero fue arrollado y arrastrado hacia los caminos donde corría la vida y hacia las ciudades, donde se acumulaba la riqueza. Ganar, enriquecerse, gozar. La aspiración de todos iba a ser también la aspiración del hijo, no degenerado, de Pedro Bernardone, el cual nunca había de ir contra la corriente, sino que había de correr, más que cualesquiera otros, hacia la riqueza espiritual de la pobreza, hacia la ganancia del alma y hacia el goce de la perfecta alegría. Desde sus primeros años, Francisco de Asís manifestó una extraordinaria felicidad inventiva. Rebosaba de imaginación cuando proyectaba fiestas, hasta el punto de que fue elegido Príncipe de la Juventud. Anunció entonces a sus amigos las proezas y los triunfos que había de obtener. Fantaseaba aventuras fuera de lo común. Y en Roma, en la plaza de San Pedro, representó el papel de mendigo, incluso antes de haberse desposado con la pobreza. Tenía genialidad para el disfraz. Le bastaba con la sugestión de una palabra para transformar en imagen lo que para todos no era más que un sueño. Una mañana, en una iglesita del campo, se sintió herido por aquel fragmento evangélico que dice: «No llevéis oro ni plata ni cobre en vuestro cinto, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón» (Mt 10,9). Salió al aire libre e inmediatamente puso en práctica el consejo evangélico. Se descalzó, se puso un sayal campesino, tiró su cinturón de cuero y, en su lugar, se anudó a los riñones una cuerda. Y es que acababa de ver, con los ojos de su fantasía, lo que significaba aquella transformación y, especialmente, lo que significaba aquel cambio del cinturón de cuero por la cuerda de cáñamo. Porque en la Edad Media el cinturón de cuero era la parte más importante del traje, tan importante que, cuando Dante quiera alabar la ruda sencillez de los viejos florentinos, dirá que van «ceñidos de cuero y de hueso», aludiendo así a un solo elemento de su vestido: el cinturón de cuero, con su hebilla de hueso. Los atildados vestidos medievales carecieron de bolsillos interiores, por lo que cada cosa se sujetaba al cinturón por medio de distintas hebillas. Hoy no tenemos idea del gran uso que entonces se hacía de las hebillas. Una multitud de hebillas mantenían unidos los arreos del caballo y las albardas de los mulos. Y, además de la hebilla o «tahalí» mayor, otras hebillas pendían del cinturón de cuero. Los fabricantes de hebillas formaban una rica corporación: la de los hebilleros, que daban su nombre a calles enteras en las ciudades artesanas. Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los caballeros y de los soldados las espadas, los puñales y las hachas. Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los magistrados las llaves y los sellos. Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los notarios el tintero y el estuche de las plumas. Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los letrados las tablillas enceradas y los estilos. Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los artesanos las tenazas y los punzones. Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los mercaderes las bolsas y las escarcelas. Y, finalmente, por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los cortesanos los guantes, los pañizuelos y otras diversas chucherías. El cinturón era, pues, el indumento que representaba y sostenía la mundanidad y la riqueza, la autoridad y el poder, la fortuna y la cultura. Un hombre desceñido era, por tanto, un hombre indefenso e indecoroso. Y así, cuando Francisco se deshebilló su cinturón de cuero en aquella lejana mañana luminosa, apartó de sí todo objeto superfluo. Vio caer a sus pies todo aquello que, ideal y materialmente, quedaba asegurado por las hebillas en la vida del hombre. Y quedó erguido, libre, despojado, en medio de un círculo en el cual veía, con su fantasía, entremezclados las espadas, los puñales, las llaves, los sellos, los tinteros, las tablillas, los estilos, los guantes, los bolsos y las escarcelas de todo volumen, de toda capacidad y de todo peso. En cuanto a la cuerda, de la cual no hablaba el Evangelio, era su hallazgo, el signo de su propósito, el dogal de la vanidad y el cilicio del amor propio. El propósito de Francisco de Asís era recorrer los caminos del mundo con mayor ligereza y agilidad que los demás. Adelantar a todos. Llegar el primero allí donde los demás, cargados de armas, de mercancías y de ambiciones, siempre llegaban tarde. Los tres votos franciscanos, de obediencia, pobreza y castidad, no eran así pesos que el hijo de Pedro Bernardone echase sobre sus menguadas espaldas y que impusiera a sus compañeros de aventura. Por el contrario, tales votos les volvían más prestos y ligeros a él y a sus seguidores. La obediencia desataba de toda duda; la pobreza liberaba de toda codicia; la castidad descargaba de todo compromiso carnal. Los vicios contrarios a aquellos votos, es decir, la soberbia, la avaricia y la lujuria, eran tres monstruosas hebillas que embridaban al hombre de mundo. En cambio, Francisco podía recorrer los caminos del mundo como un caballo espoleado y saltar ágilmente fosos y estacadas. Ya hemos visto cómo se sentía libre para subir a un castillo en plena fiesta. Otra vez, al llegar a una encrucijada, haría que su compañero diera unas vueltas sobre sí mismo, para elegir luego la dirección atinada. En un mundo lleno de actividad, en una sociedad que fermentaba, Francisco no se echó atrás, ni se quedó a un lado. Entró en el torbellino, mezclóse con los hombres, no quiso estar solo, ser monje, sino fraile, o, lo que es lo mismo, compañero de viaje. Dio así el ejemplo, en tiempos de libertad, de cómo podía llegarse a ser perfectamente libres; en tiempos de riqueza mostró cómo cabía llegar a ser cumplidamente ricos, e hizo ver, en tiempos de goce, en qué consistía la perfecta alegría. Y todo esto, no con palabras, sino con hechos. No por medio de amonestaciones, sino por medio de ejemplos. Su fantasía traducía en imágenes vivas incluso los más abstractos conceptos. Francisco hacía tangibles las verdades evangélicas ante los artesanos y ante los comerciantes, para quienes tan sólo tenían valor las cosas tangibles. No discutía; no entraba en disquisiciones; acuñaba su moneda. En medio de un pueblo de analfabetos inteligentes y prácticos, hablaba con el lenguaje de las imágenes. Por eso arrojó el cinturón de cuero y se ciñó la cuerda de cáñamo. Hizo así, con un solo gesto, que su intención de libertad fuera evidente. Y ante el pueblo de Asís manifestó su independencia del propio padre, devolviéndole sus vestidos de paño «francés». Besó al leproso, se desposó con la pobreza, predicó a los pájaros, trató con el lobo; se apoyó un pedazo de madera en el hombro y fingió que tocaba el violín; se fabricó fantoches de nieve para expulsar de sí la tentación de la familia, y cuando se sintió moribundo, hizo que lo pusieran en el suelo. Parecía como si representase, y, en efecto, representaba el papel de alter Christus, de otro Cristo, pero no para ostentar su virtud, sino para hacerse comprender por la gente importante que encontraba por el camino, que tropezaba en los mercados o a la que visitaba en los castillos. «¿Qué otra cosa son los siervos de Dios –decía–, sino juglares suyos, que tienen que levantar el corazón de los hombres y que llevarlo hacia la alegría espiritual?» Pues el corazón de los hombres se halla abrumado con muchos agobios: armas, bolsas, instrumentos de trabajo, competiciones, concupiscencias. El juglar de Dios les ofrece el espectáculo de su alegría, les recuerda que tienen un alma y que ese alma carece de hebillas. Que es una riqueza imperecedera. El juglar de Dios representaba el Evangelio: y lo representaba a destiempo, dónde y cómo se le ocurría, en un bosque, a lo largo del camino, en medio de una plaza, dentro de un castillo, en un lugar sagrado y, a veces, hasta en el claustro de una Abadía. Los mismos monjes, los elegidos, se quedaban sorprendidos de aquella ingenua representación evangélica que ellos, entre tanta simbología y tanta liturgia, habían olvidado ya. Era una pura representación evangélica, sin glosa, y apenas si era un anuncio. Pues «anunciaba vicios y virtudes, pena y gloria, con palabras abreviadas». La naturaleza fantaseadora del juglar de Dios y, al propio tiempo, su intuición didáctica se manifestaron especialmente en la más poética representación ideada en un bosque, es decir, en el «belén» de Greccio. Para Francisco, Navidad era la fiesta de las fiestas, precisamente porque Dios mismo, con su adorable encarnación, bajaba a la tierra y se hacía hermano de los hombres. Se hacía fraile y no monje. Lo eterno entraba en el tiempo; lo inmóvil tornábase viandante. A partir de la Navidad, todos los caminos iban a ser como el de Emmaús. El Santo de la humildad se conmovía ante la idea de la infinita humillación de Dios al hacerse hombre. El Santo de la pobreza lloraba ante el pensamiento de la extrema indigencia de Jesús, nacido en un establo. Y, por fin, el Santo de la perfecta alegría se alborozaba ante el recuerdo del Aleluya celestial. La Navidad era, pues, la fiesta más franciscana del año litúrgico. Porque se celebraban en ella la humildad, la pobreza y la inocencia. Y los tres votos franciscanos brillaban así, con maravilloso fulgor, en el cielo navideño. «Si yo pudiese hablar con el Emperador –decía Francisco–, querría rogarle que dictase una orden general para que todos aquellos que pudieran hacerlo, derramasen por las calles, en el día de Navidad, trigo y otras simientes, para que en ese día, de tanta solemnidad, los pájaros tuvieran pasto en abundancia.» Lo cual habría sido también un modo de hacer evidente la alegría navideña, comunicándola, al través del alimento, a los habitantes del aire. Un año en que la Navidad caía en viernes, fray Morico, el cocinero, tuvo la duda de si se comería o no de ayuno en aquel día. Y Francisco le gritó: «Cometerías un pecado, hermano mío, si llamases viernes al día en que nació Jesús. ¡Pues yo querría que en un día como éste comieran carne incluso las paredes y que, si no podían, cuando menos estuvieran untadas de ella por fuera!» Tan sólo la fantasía de un hombre sobrio y continente, como él, podía imaginar algo parecido. Por fin, en el invierno de 1223, tuvo la idea de la primera representación sagrada. Mandó llamar al señor de Greccio, Giovanni Velita, y le dijo: «Tengo la idea de volver a evocar a lo vivo el recuerdo de aquel Niño celestial que nació allá lejos, en Belén, y poner así, ante sus ojos y ante mi corazón, las incomodidades de sus necesidades infantiles: verlo yacer precisamente sobre un poco de paja, recostado en un pesebre y calentado por el aliento de un buey y de un borriquillo.» Y así, en la noche de Navidad de 1223 y en el bosque de Greccio, aconteció la primera representación navideña inventada por San Francisco: el Presepio o «belén». Un sacerdote celebró la Misa de medianoche sobre un pesebre. Como San Francisco no era sacerdote, sino tan sólo diácono, cantó el Evangelio del Nacimiento y lo explicó al pueblo, que había acudido al bosque de Greccio con antorchas encendidas. Llamaba a Jesús «el Niño de Belén», y su primer biógrafo cuenta que, al pronunciar estas palabras, parecía un cordero que balase, «de tal modo rebosaba su boca, no ya de voz, sino de dulce afecto». Y cuando nombraba al Niño de Belén, o cuando decía Jesús, se relamía los labios con la lengua, casi como si saborease y deglutiera la dulzura de aquel nombre. Quizá no haya en toda la historia de San Francisco un episodio más delicado y también más atrevido. La representación de la Natividad pudo haberse convertido en una falsificación. Pero el fantástico instinto de San Francisco se reveló, también en este caso, como de seguro efecto. Pues del «belén» de Greccio, es decir, de la «evocación a lo vivo» de los hechos evangélicos, tomó arranque y derrotero todo el arte nuevo, liberado de las hebillas del simbolismo y de los cinturones hieráticos del bizantinismo. El milagro de los estigmas vino a sellar, de un modo fuera de lo común, la extraordinaria predicación «por imágenes» adoptada, con maravillosa inventiva, por el Juglar de Dios. Hasta entonces ningún copiador de Jesús, es decir, ningún Santo, había sido señalado visiblemente con las llagas de la Pasión. Sus corazones y sus almas habían sufrido con Jesús, pero las heridas espirituales de los ascetas y de los místicos nunca habían abierto sus sangrientos labios en su carne macerada. En las Consideraciones sobre los sagrados estigmas se lee que Francisco oró así en el peñasco de la Verna: «¡Oh, mi Señor Jesucristo, te ruego que, antes de que muera, me concedas dos gracias: la primera que, durante mi vida, sienta en mi alma y en mi cuerpo, cuanto sea posible, aquel dolor que Tú, dulce Señor, soportaste en la hora de tu acerbísima Pasión; la segunda, que sienta en mi corazón, cuanto sea posible, aquel excesivo amor que a Ti te inflamaba para soportar gustosamente tanta pasión por nosotros pecadores.» Pedía, pues, «sentir en el alma», probar «en el corazón». No podía, ciertamente, pedir una manifestación sensible de aquel sentimiento doloroso y amoroso. Pues semejante señalamiento no entraba en sus posibilidades de Juglar de Dios. Y el Señor demostró que lo quería secundar hasta en el último acto de su vida. Si no pareciera irreverente, cabría decir que la fantasía del Señor se sometió a la fantasía de San Francisco y que en cierto modo la convalidó, inventando una nueva e insólita manifestación: la de los estigmas, reservados, por primera vez, a aquel que, durante toda su vida, había procurado mostrar, hacer ver, hacer sensible a la Gracia divina. En el monte de la Verna, Francisco previó ya la voluntad del Señor, y le anunció a León, «ovejita de Dios», cosas nunca vistas hasta entonces: «Dios hará en este monte cosas tan grandes y tan maravillosas que todo el mundo quedará pasmado de ellas; porque Él hará algunas cosas nuevas, que nunca hizo a ninguna criatura de este mundo.» Esas cosas nuevas, nunca hechas a ninguna criatura de este mundo, fueron los estigmas, a los cuales llama Dante, con expresión bellísima y justísima, «el último sello». Los estigmas eran, en efecto, el último, claro, evidente, visible, palpable sello de una santidad que había tenido siempre otras tantas claras, evidentes, visibles y palpables manifestaciones. Y todavía podría decirse, rozando con temblor la paradoja, y no por gusto del escándalo, sino por deseo de claridad, que los estigmas eran un milagro que se entonaba perfectamente con el estilo de Francisco, es decir, que entraba en su tendencia a la manifestación exterior. Por algo les dio Dante el nombre común y material de «sello». Pues con el sello, los Reyes autentificaban visiblemente sus escritos. Y con los estigmas, el Rey de Reyes autentificaba visiblemente el decreto de la caridad sobre los miembros de su fiel. Pero los Reyes no eran los únicos que usaban de sellos. También los comerciantes, y en particular los comerciantes de lana, garantizaban la pureza de sus mercancías por medio de sellos. El Arte o Corporación de los laneros, por ejemplo, no permitía la exportación de sus «torcidas», sino después de tres rigurosos exámenes de los productos. En cada examen los «priores» aplicaban un sello que llevaba la figura del Agnus Dei o Cordero de Dios. Y tan sólo tras el tercero, es decir, después de puesto el último sello, se consideraba auténtica la mercancía y quedaba garantizada por el Arte. Podía entonces entrar en el mercado. Dante debía conocer bien esta práctica. Cabe creer así que, al usar de la expresión «último sello», se refiriese más a esa práctica mercantil que no a la regia de los Reyes, que sólo sellaban una vez. Los estigmas constituían así el último sello, tras el cual la santidad de Francisco ya no tenía necesidad de más autentificaciones. La lana del vellón franciscano era la misma del Agnus Dei, la misma del Cordero divino, y el Serafín, de seis resplandecientes alas inflamadas, al grabar las cinco rojas llagas en el penitente de la Verna, ponía verdaderamente de manera visible el último sello a la admirable vida del hijo de un gran comerciante de lana de Asís. Piero Bargellini, Los santos también son hombres. Madrid, Ediciones Rialp (Col. Patmos, Libros de espiritualidad - 116), 1964; pp. 107-123: San Francisco, hombre fantaseador. |
BREVE CRONOLOGÍA DE LA VIDA DE S. FRANCISCO
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Al nacer Francisco en 1182 en un común de Italia, recatado en la falda del Apenino umbro, la sociedad presenta un aspecto singular.

La historia de la misión cristiana es deudora a Francisco de Asís no sólo por haber sido el primer fundador que incluyó en la Regla un capítulo especial sobre las expediciones a tierras de infieles, sino porque abrió una era nueva a la evangelización universal.


Entre los aspectos teológicos más vigorosamente afirmados en el Concilio Vaticano II se halla la realidad carismática en el pueblo de Dios. El término carisma, empleado expresamente en los textos conciliares,
El Concilio ve en la profesión de los consejos evangélicos un «don divino, que la Iglesia recibió de su Señor y que, con su gracia, conserva siempre». Quienes abrazan el estado religioso por vocación divina reciben «un don particular en la vida de la Iglesia, contribuyendo a la misión salvífica de ésta cada uno según su modo» (LG 43). Tal estado, «aunque no se relaciona con la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, indiscutiblemente, a su vida y santidad» (LG 44). La consagración religiosa se halla en la línea de la acción vital del Espíritu Santo y está integrada en la estructura pneumática o carismática de la Iglesia. Viene a ser como una intensificación de ese impulso general que el Espíritu comunica a todo el pueblo de Dios hacia «la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad..., según la medida de la donación de Cristo» (LG 40).
La visión histórica y teológica que ofrecen los documentos conciliares sobre el origen de las formas de vida consagrada está en consonancia con esa concepción. Los iniciadores obraron «movidos por el Espíritu Santo»; la Iglesia se limitó a «recibir y aprobar» los grupos religiosos formados por ellos. Cada fundación posee su propio carisma, y esa «maravillosa variedad contribuye grandemente a que la Iglesia no sólo esté apercibida para toda obra buena y pronta para servir a la edificación del Cuerpo de Cristo, sino a hacerla aparecer adornada con la variedad de los dones de sus hijos, como esposa engalanada para su esposo, y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios» (LG 43, 45, 46; PC 1).
San Francisco de Asís experimentó como ningún otro fundador la invasión del «espíritu del Señor», tanto en su vida personal como en su misión de iniciador de una forma nueva de vida. De esa experiencia le venía la seguridad en el camino emprendido y en la interpretación dada por él al seguimiento de Cristo, afirmada con tanta fuerza al dictar su Testamento: «El Señor me dio el comenzar de esta forma la vida de penitencia...». Hasta siete veces repite la misma expresión: El Señor me dio, el Señor me reveló.
En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad.


Excelente matéria. Ficaria melhor ainda se dessem os créditos para as imagens.
ResponderEliminarParabéns,
José Carlos